Autora: Yesenia Sánchez
Egresada
Ingresé
por primera vez al edifico de la Biblioteca “Mario Carvajal” a
mediados de enero de 1992; aquel remoto día asistí, junto con otros
tantos primíparos, a la inducción a Bibliotecas, que en el argot
univalluno de los años 90s era una actividad un poco menos que
latosa. La cita era en la sala 2 de audiovisuales a la hora más
pesada del día: 2:00 p.m. Nos recibió un funcionario apertrechado
tras un escritorio, como protegiéndose de las miradas inquisitivas
de nuestros ojos nuevos. Mientras el auditorio se acomoda el
bibliotecario repasa una y otra vez las hojas desperdigadas sobre la
mesa.
Silencio. La sala queda en penumbra: - “Buenas tardes, bienvenidos a la Universidad del Valle, la mejor para los mejores…” Le sigue una larga diatriba sobre los deberes y derechos de los usuarios. El funcionario no media palabra y el auditorio apenas se siente. Sin introducción pasa a exponer los servicios y recursos de la Biblioteca. Un viejo proyector de acetatos emite una luz tenue que se refleja en el tablero verde; las letras impresas en la lámina, de un color negro brillante, se imponen a los símbolos garabateados con tiza que aún persisten en la pizarra.
Silencio. La sala queda en penumbra: - “Buenas tardes, bienvenidos a la Universidad del Valle, la mejor para los mejores…” Le sigue una larga diatriba sobre los deberes y derechos de los usuarios. El funcionario no media palabra y el auditorio apenas se siente. Sin introducción pasa a exponer los servicios y recursos de la Biblioteca. Un viejo proyector de acetatos emite una luz tenue que se refleja en el tablero verde; las letras impresas en la lámina, de un color negro brillante, se imponen a los símbolos garabateados con tiza que aún persisten en la pizarra.
- “La
Biblioteca organiza sus colecciones mediante el sistema de
clasificación decimal Dewey…”
¡Por
fin lo esperado!, las claves del Dewey, el GPS para encontrar a
Sartre y Camus entre los cientos de volúmenes que conforman la
Biblioteca. El bibliotecario se extiende en conceptos y
aplicaciones: términos de búsqueda, conectores booleanos; nos hace
un paseo virtual indicando qué colecciones encontramos en cada piso
y cómo se organizan las obras. “-Si quieren conocer las
publicaciones de García Márquez disponibles en nuestra Biblioteca
deben hacer la búsqueda en el fichero de autor. Los ficheros están
ubicados en el segundo piso. ¿Alguien recuerda alguna publicación
de nuestro nobel?”. Silencio… Una voz sin rostro sugiere El
olor de la guayaba. El bibliotecario
desglosa la signatura topográfica: - “El primer número
corresponde a la clasificación por área, en la parte inferior la
letra inicial del apellido del autor, seguido del número que le corresponde, terminado con la inicial del título...”
El
bibliotecario se interrumpe para tomar la lección: - “Quién puede
explicarme cómo hacer una búsqueda por autor?”. Nadie respira.
Silencio, el sagrado silencio que no dice nada: no afirma
complaciente la comprensión de un vocabulario desconocido hasta
entonces por el auditorio, ni niega por temor a pasar del “anonimato
al desprestigio”. Me invade la necesidad de estar en otra parte.
Vencido, el bibliotecario prosigue. La monotonía de su voz envía
señales inequívocas a mi cerebro. En la oscuridad apenas
contemplo algunas figuras informes; pero noto que mi vecino es la
primera baja de esta mezcla de oscuridad y voz pasiva que nos
envuelve. El sopor de mi compañero es un virus que atormenta mis
ojos dispuestos. ¡Auxilio, me duermo! La única defensa contra el
sueño es recordar a Sartre y Camus, la razón de mi espera. Mi
mente repite el sirirí “literatura francesa”, “literatura
francesa”. Me niego a perder el control. Un ligero hormigueo
recorre mis piernas en dirección a la cabeza, mis órganos se
relajan. Sartre y Camus danza ante mis ojos adormecidos.
Estoy
sola en la oscuridad, frente a mí se cierran todos los libros …
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