Federico
Estrada de Oliveira
El
alimento
de
los
libertinos
La vida se compone
de luces y sombras, si prefieres de bondad y maldad, o de tristezas y
alegrías; no importa como lo llames siempre es una dualidad la que
nos rige, una batalla entre opuestos. De ahí se desprende todo
lo demás, la luz da vida, posibilita el conocimiento, nos
brinda seguridad; mientras la sombra trae consigo la muerte, es el
velo que nos ciega, despierta en nosotros los más profundos miedos.
¡Cuánto me deleita presenciar la lucha entre esas dos fuerzas! Como
en las noches de plenilunio, aquellas en que el claro de la luna
juega con las sombras alimentando la imaginación y dibujando
pesadillas frente a nuestras pupilas; el miedo nos invita a la huida,
pero la encantadora belleza nos convoca a contemplar la luz bañándolo
todo. En noches así mis sentidos se hacen más vivos, buscan
saciarse ávidamente y yo los complazco a manos llenas –ahora que
lo pienso, habitualmente lo hago, sea o no luna llena. Nosotros
mismos somos espectadores y partícipes de esa eterna lucha. Por mi
parte, prefiero que las sombras ganen ese brutal juego, el misterio
que ellas entrañan es fuente de mis mayores complacencias.
Qué puedo decir, en
mi posición he gozado de casi todo lo terreno. Y es que, ¿Habrá
algo de lo que no podamos servirnos para alimentar nuestro placer
propio? Somos criaturas que vivimos únicamente para ello –aunque
aquellos moralistas quieran negarlo–, todo cuanto nos rodea puede
convertirse en objeto de goce. Y nos transformamos en bestias
insaciables que buscan cada vez más, no es posible conformarse con
una única cosa para satisfacernos, es preciso abarcar todo cuanto
pueda tomar nuestro ser. ¡Ah, pero cómo puede herirnos eso mismo
que nos eleva de goce! Toda fuente de placer lo es también de dolor,
nada escapa a esa inexorable verdad.
Mi cuerpo fatigado
hoy, lamenta los excesos de ayer, mis sienes van a reventar. El calor
que se eleva y la gente en la plaza me resultan totalmente
insoportables, todos se sienten salvos al recibir la bendición del
cura y sus inquisitivas miradas escudriñan mis pecados.
¡Hipócritas! He
visto a muchas de esas gentes sucumbir a los peores vicios. Pero si
estoy ahora aquí en medio de las miradas desdeñosas de esos
reprimidos es por esa mujer, por el hechizo que mana de esos ojos
centelleantes. «Sin falta, asiste todos los domingos a la misa de
las siete, siempre va del brazo de su padre», me lo ha dicho
Rosaura. Y no mentía. Al verla creo que toda la belleza se concentra
en su solo ser, ¿acaso será ella uno de esos entes de luz a los que
llaman ángeles? Puedo sentir una extraña calidez que me invade, mi
corazón se agita frenético y me he olvidado –casi puedo decir,
me he librado– de los demonios que fustigaban mi cabeza. Me ha
mirado, detuvo por unos pocos segundos sus ojos en mí, lo suficiente
para decir que ya no soy para ella sólo una sombra de hombre. Qué
deleite ha sido toparme con esa imagen de infinita ternura, jamás
disfruté de una dama sirviéndome de tan poco, ¿Será posible que
abandone éste mi “jardín de las delicias” para seguir su luz?
¡Pobre diablo! Acabas de venir del infierno y ya te dejó prendado
un ángel.
¿Abandonarás
los placeres que tenías a tu gusto por lo que podría ofrecerte el
amor, que en todo caso es incierto? El sólo pensarlo me mueve a
risas, sin embargo, me muerde e l deseo por saber qué nombre ha de
llevar éste mi creciente delirio.
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