David
y el
gigante
Había
un pastor,
su nombre
era
David
Aunque era
pequeñito
él
fue a
la lid Había
un gigante
pero
David
no temió
Cogió
una
honda
y
cinco
piedras
escogió.
Una
piedra
puso
en
su honda
y
la
echó
Otra piedra
puso en
su honda
y
la
echó Así, así,
así la
echó
El gigante
cayó
Y con
su misma
espada
la
cabeza
le cortó.
Canción
infantil
cristiana
En
un
mundo
frío
vivió
hace
mucho
tiempo
un
joven
pastor
llamado
David.
Estaba cubierto
de pies a
cabeza
con
tantas
pieles
que daba
la apariencia
de un oso
al
que le
costara
trabajo
caminar.
Su
piel
pálida
reflejaba
la
nieve
que
caía
del
cielo
y su
mirada
trasmitía
la transparencia
de
los mares
congelados,
un poco
triste.
Sin
embargo,
cada
día que
pasaba
era
más cálido
que
el
anterior
y los
hielos,
que
cubrían
la
faz
de
la
tierra
desde
los
tiempos
del
diluvio,
poco
a
poco
se
derretían
para
revelar
el
nacimiento
de
montañas,
valles
y
praderas,
y una
capa
de
hierba
que
se
extendía
por
donde
quiera
que
se
posara
la
vista.
Solo
al
norte se
veía
el
monte
que
algún
día
dio
fruto
de
toda
especie,
rocoso,
con
un
inmenso
árbol
seco
a punto
de caer
al
vacío.
Al sur, un lago
permanecía
congelado.
Con
el
paso
del
tiempo,
así
como
retiraba
lana
de sus
ovejas,
David
se
despojaba
de
sus vestiduras.
Vestía
un
pequeño
chaleco,
un
pantalón
y sandalias.
Una
blanca
bufanda,
como
recuerdo
de épocas
pasadas,
se ondeaba
al
viento
cuando
corría
tan
veloz
como
las
águilas
surcaban
el
cielo,
con
su
cabello
dorado
bajo
los
radiantes
rayos
del
sol.
Su
rostro
cada
díase tornaba
más enrojecido;
su
mirada,
resplandeciente.
Al
amanecer,
con
los
primeros
indicios
de luz,
guiaba
al
rebaño
con
el
cálido
sonido
de su
arpa,
melodías
que se
sonaban
hasta
caer
la oscura
y
fría
noche.
Un
día de intenso
calor,
David
lleva
el
rebaño
a un
río
cercano
pero
encuentra
con
asombro
que su
caudal
está
seco.
Antes
de
que
pueda
reaccionar,
el
suelo
tiembla
como
si
se enfrentaran
dos
grandes
ejércitos
y le
parece
ver
a
lo
lejos,
en
dirección
al
lago,
una montaña
que
se
mueve.
Pronto
descubre
que
se
trata
de
un
gigante
como
nunca
antes
había
visto,
con
cadenas
cubriéndole
el
cuerpo,
que
se
arrastran
y
abren
surcos
en
la
tierra.
Sin
otro lugar
donde esconderse,
David
conduce
a las
ovejas
hacia
el
lecho
del
río
y,
con
una cándida
sonrisa,
les
dice
Yo
estaré
con
ustedes.
Elige
algunas
piedras
y
sale
al
encuentro
de la enorme
criatura.
Cuando
se dispone a llamar
su
atención,
descubre
que esta
oculta
su rostro
de
los
rayos
del
sol.
Entonces,
David
toca
el
arpa
y
se
asegura
de
que
el
gigante
lo siga
mientras
corre
como
un
relámpago
hacia
el
monte,
donde podrá igualar
la
altura
de su oponente
y
acertar
un disparo.
Sube
por el
risco
con
gran
emoción.
El
calor
se intensifica
a cada
paso.
Trepa
por el
tronco
del
árbol
seco,
pero
la
bufanda
se
enreda
en
una
de
las
ramas.
Pierde
el
equilibrio,
tropieza
y cae
al
abismo.
El
cuello
de
David
resiste
el
peso
de
su
cuerpo.
Trata
de
liberarse.
Pero
es
inútil.
Su
piel
se
torna
tan
blanca
como
antaño.
El
brillo
glacial
regresa
a
su
mirada.
Cuando
ya
no
puede
más,
suelta
el
arpa,
extiende
con
dificultad
los
brazos
al
sol,
y es
lo último
que puede
ver
cuando
el
gigante
escucha
cómo
se
rompe el
instrumento
contra
las piedras,
ondea
la
cadena
que
cuelga
de
su
brazo
y de
un
sólo
golpe
parte
la
montaña
a
la
mitad.
Del
lugar
del
impacto
fluye
un manantial
que
se
desplaza
por
el
cauce
del
río.
Cuando
el
gigante,
guiado
por
el
ruido
de la corriente,
llega
al
lago,
descubre
que puede
ver.
Se
lame
los labios,
extiende
las
alas
como
de
murciélago
y
se
aleja
entre
un
vapor
rojizo
que
oculta
al
sol.
Atrás,
sobre
la
superficie
del
agua,
quedan
los
cuerpos
lacerados
del
rebaño,
y la bufanda,
que se
ondea
en
el
aire,
teñida
de
escarlata.
Augusto
César
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