Perdón
(Autor: Vandinho.)
Lo
supe, te juro que lo supe. Aquel día en que cogidos de la mano
caminábamos por tu facultad detecté ese cruce de miradas, esa
pasión. Aunque duró un milisegundo, su fuerza fue suficiente para
modificar la atmosfera, para ejercer presión sobre mi corazón. No
dije nada.
La
duda. La desolación. Las ansias de llegar a mi casa, buscar su
perfil, maldecirlo frente a mi computador. No lo hice, no quería
parecer un tonto (ya ves, qué ironía). La experiencia me dictaba
que los celos sin justificación eran una trampa para cualquier
relación. No hice nada.
La
tarde siguiente, cuando dábamos un paseo por el lago, ¿recuerdas?
Fue esa vez en que te dije: “mi cielo, eres preciosa, eres el macho
que preñó de amor mi vida, el oso que se comió la miel de mi
amargura, mi santa, mi sol, la diabla que me eriza hasta los pelos de
las orejas, ¡ay!, mi luna”. ¿Recuerdas cómo te reíste?
Describiría ese momento con una palabra, felicidad. Felicidad que no
ocultaba, que no ocultabas, que todos podían ver, hasta sus amigos,
los de tu amigo, los que pasaban por ahí, los que nos miraron de
reojo, los que hablaron despacito, los que se burlaban, los que me
hacían sospechar. Me enojé sin razón aparente, tú como si nada.
De
noche te despediste de mí, casual. Te fuiste, quizá con más afán
que de costumbre. Debo confesar que pensé en seguirte, esconderme
detrás de los árboles, mirar qué hacías. Me contuve. Seguí mi
camino bajo la oscuridad. Aparte de angustia no sentía nada.
Pero
ya vez, mis intuiciones nunca fallan y el destino a veces juega a mi
favor. Fue por casualidad, te lo juro. Me enteré por la amiga de mi
hermana. Estallé, corrí hacia mi celular y te escribí los
improperios que leíste. Te los ganaste. Me encerré en mi cuarto. No
salí por dos días, ni para comer ni para nada.
El tercer día fue
la resurrección, el juicio final. Fui a la universidad, te encaré,
te traje hasta este lugar y aquí estoy leyéndote esta carta. La
escribí para decirte que te perdono: si estás muerta odiarte no
sirve de nada.
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