Concurso de Cuento corto: La Paz se hace letra 20.17: LOS CONDENADOS




LOS CONDENADOS

En las manos mis dedos tiemblan ante lo frío del metal. Las piernas que ayer eran raíces se desprenden de esta tierra. Todo yo se inunda de su nombre y sólo quiero vivir para responderme: ¿quién mató a Martín Preciado?

Al pueblo se llega por arriba. A la iglesia se baja por un camino que tiene forma de serpiente. Por guía llevo la mirada de hombres, mujeres y niños que esconden la mitad del cuerpo tras las puertas. Sé que no se esconden de mí; se esconden de los que están por llegar.

Atrás de la iglesia, en la casa cural, el padre Rentería se tira sobre su triste catre. Me acomodo a su lado, guardo el revólver y espero una respuesta que ponga luz a lo pasado:

—¿Martín Preciado?... Sí, lo conocí. ¿Quién lo mató? Fui yo, en el 52. Dios lo tenga en su santa gloria. Yo también me he preguntado por qué, pero no encuentro respuesta. ¿Tienen explicación las barbaridades que cometimos? La versión simple es que lo maté porque era liberal; pero nunca la vida es tan simple. Eso lo condenó a él; eso me condenó a mí.

La voz del padre se confunde con la gritería de la calle y el sonido de los primeros tiros que atraviesan el camino de bajada. Saco el revólver y cuento las balas, acomodo el tambor y aprieto la empuñadura. Abro la boca pero es él quien habla.

—No dude más. Abrí la puerta porque reconocí en sus golpes la marca de mi destino.

Usted ha planeado durante años venir; pero yo he esperado su llegada toda la vida.

—¿Y a qué he venido, padre?

—Ha venido a matarme, Preciado.

No le digo que se equivoca. No le explico que no he venido a matar al padre Rentería, sino a León María Rentería, jefe de los Pájaros. ¿Cómo me convenzo de que al llegar fue ese el hombre muerto que abrió la puerta?

—¿Escucha los tiros, padre?, ¿cuándo comenzaron?

—Los escucho, Preciado. ¿Comenzar?, no sé si alguna vez se han detenido.

Hay un grito tan fuerte que hace temblar las paredes. Puedo imaginar el horror que se desata tras los muros de esta iglesia. Un niño corre hacia el monte con su hermanita de la mano. Su padre se ha quedado en la sala con la escopeta apoyada en la rodilla y espera el momento justo para aquietar la picazón de su dedo índice con el gatillo. Una mujer conjuga gritos con llanto: «nosotros no hemos hecho nada. Aquí no hay nada. Por favor, por favor,
déjennos en paz». «¡Ah!, cállate», le responde una bala en su pecho y los niños quedan a otro disparo de ser huérfanos.

—¿Quiénes son, padre?

—Otra cara de la muerte, Preciado, una que no sabe de colores y no siente lo político.

Respiro hondo. Preparo mi pregunta.

—¿Cómo era Martín Preciado?

El padre Rentería no le da tiempo al recuerdo de llegar y arranca como si su respuesta fuera ya mecánica.

—Tenía la espalda ancha y el pelo crespo que lleva usted. Usaba el chaleco semi abierto y guardaba el revólver en la espalda. Su cuello se hinchaba para hablar de Gaitán y con la mano se golpeaba el pecho. Lo vi arrastrar con desencanto la vida en las mañanas tristes de colegio. Antes de ser padre lo bauticé «Momia». Antes de morir me llamó «Pájaro».

No puedo llorar por un hombre que no conocí. Agarro el revólver y voy hacia la puerta de la calle. Le pregunto al padre Rentería si quiere que ponga el candado, me responde que no, que para qué. Es verdad, ¿para qué?

—Preciado…, perdóneme porque he pecado.

—No hace falta, padre, usted sabe que todos nacemos condenados. Al mundo se viene perdiendo.

—Y sin oportunidad de empate. ¿A dónde se va a dirigir ahora?

—Siempre nos dirigimos a la misma parte, padre…: hacia la muerte.

Henry Simon Leprince


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