Un perpetuo
ensueño
Por: Hilda
El mejor momento del día es cuando estás a punto de despertar; pero
aún no lo haces. Cuando tus músculos están totalmente relajados y
todavía no eres consciente de la realidad. Ahí sonrío y me
concentro. Congelo esa sensación para tenerla el resto del día. La
felicidad es ser inconsciente de la realidad, porque esta se
encuentra plagada de tristezas, hambre y pobreza. Esa relajación
todos los días se la quiero provocar al mundo. Que se olviden de lo
demás mientras la risa los posee y les hace cosquillas por todo el
cuerpo.
Desde los seis años me di cuenta del poder de vivir en ensoñaciones.
Mi vida es ser payaso. Río por vivir y vivo por hacer reír. Fui
testigo de los horrores de la violencia, el egoísmo y la ambición.
Nací en Cracovia, Polonia, el 1 de Enero de 1910. Mi padre murió en
manos de unos soldados austriacos cuando se negó a entregar sus
tierras a unos desconocidos. Me crie con mi madre y cuatro hermanas
entre vacas, gallinas, perros y pasto. Mis hermanas amaban vestirme y
pintarme la cara para jugar. Ellas, sin darse cuenta, despertaron en
mí el placer por hacerlas reír con mis disfraces. Lo hacía cada
vez que recordábamos a papá y ellas empezaban a llorar. Entendí
que el mundo podía ser un perpetuo sueño, riendo para no llorar.
A los diez años decido comprar con mis ahorros una tela de rayas
rojas y amarillas. Conseguí unos palos y un pedazo de cartón. Y
así, junto con mis hermanas, fundo el circo Maravillas. Al principio
sólo iban nuestros vecinos. El número fue creciendo cuando la gente
se daba cuenta que podía escapar de la realidad y viajar a un mundo
de sueños con cada sonrisa. La guerra quedaba fuera de la carpa.
Dentro, las armas eran los globos, los malabares, las luces, las
bromas, la música y las carcajadas.
Es 1939, la familia Maravillas ha llegado a Moscú y el público nos
ama. El circo lleva más de quince años. Juntos, hemos superados los
oscuros recuerdos de la guerra riéndonos de ellos. Este globito de
risas ha viajado cosechando carcajadas en medio de lo que parecía
sombrío. A pesar de que los años me están tomando factura y los
largos inviernos no me dejan respirar, cosecho semillas de esperanza
y alegría, y lo haría hasta el último momento.
Hoy quise hacer un número que no acostumbro a hacer. Sigiloso,
camino a paso lento de izquierda a derecha del escenario entre la
penumbra de una tenue luz azul. Por primera vez la duda apuñaló mi
mente. Mis zapatos grandes y narizones se mueven más lento de lo
acostumbrado. El naranja alegría de mi traje, hoy es un naranja
agonía. Tanta miseria, tanto dolor, tanta indolencia, egoísmo y
violencia, ¿cómo soy tan descarado de reírme del mundo cuando este
bebe de las penas? Y lo peor, querer que otros se rían sin importar
que cuando crucen la puerta de esta carpa la vida los abofetee en
medio de la pobreza. La enfermedad me hizo consciente del
sufrimiento. Me hizo temerle a la muerte. Siempre viví por hacer
reír, olvidándome de que los demás no viven en medio de colores,
saltos, serpentinas y sonrisas. Sobreviven entre la miseria de la
explotación del trabajo, el abandono, la injusticia, el perpetuo
dolor.
Toda una vida en pedazos, en instantes incontables. La nostalgia
abraza mi alma. El frío recorre mi piel. Me arrodillo. Agacho la
cabeza y cierro los ojos. Lasya entona sus notas al ritmo de la
tristeza del mundo, de mi tristeza por dejar el mundo. Un suspiro del
corazón encalambra de frío mis brazos y como siempre quise morir,
lo hice con una sonrisa de oreja a oreja por haber hecho olvidar a
otros, así fuera por un instante, la crudeza de la vida, de lo
inevitable; aún si cuando salen tienen que enfrentar lo injusto.
Este cuerpo que tantas carcajadas le robó a la Unión Soviética, a
mi amiga, la que ha padecido tanto, hoy los deja en el show de mi
vida, con una sonrisa y un llanto amarrado a la garganta, porque no
quisiera dejar jamás de hacer sonreír en medio del eterno invierno.
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