Indeleble
Syril se lanzó al
suelo y se ocultó detrás de unas rocas, en un intento desesperado
por huir de la Guardia Real. Mientras corría, esta perdió parte de
su codo, puesto que se había roto por golpear un árbol de acero. Se
quedó callada mientras a lo lejos escuchaba los gritos de los
guardias, que la buscaban afanosamente. La orden emitida por los
Consejeros del Rey había sido muy clara: Syril debía extinguirse en
el Horno del Castigo.
Su mente estaba
inundada por pensamientos contradictorios. Por un lado, estaba
abatida por dejar a su familia. Sabía que sus padres serían
encarcelados por su culpa. Pero, por otro lado, sentía ira contra
aquel gobierno represivo, contra aquellas leyes que la condenaban sin
razón justificada. —¿Cómo podría reprimirse la curiosidad?
¿Cómo podría aplacarse ese deseo de saber, de conocerlo todo?—se
preguntaba. Syril estaba confundida. Deseaba con todo su ser regresar
el tiempo y cambiar los hechos que habían originado todos sus
problemas, pero sabía que no había vuelta atrás y debía
mantenerse en movimiento, si quería conservar su vida.
Pero antes de
continuar con su escape, lo recordó todo. Tres eventos solares
atrás, lo que equivaldría a tres días terrestres, Syril se
encontraba en el taller de su padre. Mientras él forjaba armas de
hierro para la Guardia Real, conversaba con ella sobre la vida y las
costumbres de Vítreus, su planeta natal. Norbelus amaba a su hija y
adoraba la manera en que ella cuestionaba todo a su alrededor:
—Padre, ¿por qué
debo esperar cinco ciclos solares más? No es justo, siento que hay
tanto en el mundo por ver y descubrir. Siento que estoy perdiendo
tiempo valioso de mi vida—comentaba Syril.
—Ya te lo he dicho
varias veces, hija. Sólo podrás abrir tus ojos cuando se cumpla tu
doceavo ciclo solar. Sabes que las leyes de Vítreus son rígidas al
respecto. Y en ese momento, se te asignará un compañero, el cual te
acompañará hasta tu fundición final— respondió Norbelus.
—¿Y qué pasaría
si abro mis ojos antes de ese ciclo? ¿Y si no deseo pasar mi vida
con un extraño?—indagó Syril.
—Serías condenada
a ser fundida en el Horno del Castigo, querida. No puedes rechazar la
pareja que el Consejo del Rey elige para ti. Además, si abres los
ojos antes del tiempo destinado para ello, llevarás contigo la marca
en tu pecho del primer objeto que veas. En mi caso, llevo impreso el
rostro de tu madre, Elysea. Dentro de un tiempo tendrás la
oportunidad de conocer su rostro—explicó Norbelus—.Sabes que
nuestro cuerpo está hecho de vidrio y por ello es importante que el
símbolo que cargues sea el de tu compañero. De lo contrario,
llevarías contigo una marca de deshonra y serías rechazada por
todos— añadió él.
Syril había quedado
desilusionada luego de escuchar a su padre. Tenía tantas ganas de
abrir sus ojos. Podía sentir, oír y probar el mundo que le rodeaba,
pero no podía verlo. Sabía que si se atrevía a mirar el mundo
antes de tiempo, la huella que tendría no podría ocultarse jamás.
Pero su curiosidad era insaciable. Estaba obsesionada con la idea de
conocerlo todo, de verlo todo. Y entonces, un evento solar antes de
su condena, Syril se despertó en la noche. Lentamente y sin hacer
ruido, caminó hasta el jardín trasero de su casa. Sintió ansiedad
porque sabía que le abría las puertas a lo prohibido, pero la
emoción venció y finalmente abrió sus ojos. En ese instante su
rostro apuntaba al cielo nocturno, despejado y sereno. Las estrellas
brillaban con tal fulgor que casi se podían tocar, y las tres que
conformaban el cinturón de Orión quedaron impresas para siempre en
su pecho.
A partir de aquel
momento su vida quedó sumida en caos. Logró abandonar su casa antes
de que la apresaran, puesto que los vecinos habían regado el rumor
de una mujer que se había revelado y amenazaba con destruir los
principios y las leyes del reino. Su hogar, su familia, su honra,
todo lo había perdido. Por ahora, su única salida era dirigirse al
planeta del exilio, Ventura.
El Caballero de las
Flores.
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