Escrito
por: Mía Faré
LOS AHORCADOS
Mi
papá cuelga del cielo. Una soga le sujeta el cuello. Todo el resto
se cae o quiere caerse. Todo quiere caerse. Don Braulio espera que al
final del día mi papá se desparrame contra la tierra, y que así ni
siquiera nuestras esperanzas se mezan entre las hojas del árbol.
La gente empieza a
dispersarse. Ya no se escucha el crujir desesperado de su garganta.
Una ventisca golpea mi puño. Don Braulio se ríe; celebra con sus
amigos chocando cervezas. Me queda mirando un momento: es un reto.
Sabe que voy a ir por él, por su hijo malparido, por su mujer, y
hasta por su perro, si me lo encuentro. Lo verá, con todo y cartones
de la capital. Pero no ahora. Ahora tengo que respirar. Levanto la
mirada. Hay un poco de leña tirada cerca al árbol; y al fondo: la
madera buena, en cruz, sobre la niña violada de hace dos días. Me
cansé de repetirles que mi papá no le hizo nada a la pobre. Él
mismo le llevó esas flores blancas que ya marchitaron.
Recuerdo el domingo
que jugábamos parqués hasta desvelarnos, sin que don Braulio lo
obligara a aceptar nada. Sin alegatos. Recuerdo también las palabras
de mi papá:
—No vendamos el
terreno comunal por esa miseria, don Braulio. Si lo hacemos, vendrán
por el resto.
La ventisca golpea
de nuevo contra mi puño. El dolor se ha convertido en este calambre:
en esta mano cerrada, en esta mano que es ira. Bajo por completo la
cabeza y abandono a mi papá hecho sombra. Parto en la madrugada para
volver el sábado, cuando estén jinchos de tanto beberse el dinero
de la venta. Esa será mi oportunidad.
Y cuando vuelvo sólo
hay canecas rotas. El pueblo es un exilio. Camino desolado con mi
fusil y mi machete hasta el árbol de mi padre. Todo el pueblo está
ahorcado. Parecen la mismísima fruta de la muerte: morada y triste.
Miento; no es todo el pueblo. La niña está bajo madera y barro.
Doy la vuelta y veo
a los compradores bien a lo lejos. Me parece sentir en mi nariz el
fuego que comienza desde la última casa, por allá. Entonces le
descubro a mi papá una sonrisa como cuando se tiene razón. Recuerdo
mi odio. Bajo a don Braulio con cuidado de no molestar al resto. Le
quito la soga con mucha dificultad; pareciera no querer abandonar su
lazo, acaso en señal de arrepentimiento. Preparo mi fusil y le doy
un tiro en el ojo, que es lo último que me queda. Uso su lazo para
ponerme junto a mi padre. Me rodeo con la soga. Salto.
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Mía Faré
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