Sobre
lo
que
los
ojos no
ven
-
Angmeor
Cuánta
belleza
hay
en
la
sonrisa
de
esa
niña,
y
ella
lo
sabía.
No
siempre
la
gente
suele
lograr
apreciar
su
belleza
más
allá
de
las
máscaras
y el
maquillaje.
Pero
ella
sí
pudo
hacerlo.
Su
felicidad
le
permitía
bailar
libremente
como
lo
hacía
cuando
estaba
junto
a su
comunidad
y a
su
hogar,
bailaba
y
cantaba
a
pesar
de
estar
en
un
espacio
cuya
cultura
era
diferente
a
la
suya,
pues
ella
era
parte
del
conjunto
de
creencias
aborígenes,
y
ahora
estaba
rodeada
de
creencias
importadas.
Estudiaba
en
un
colegio
cuyas
enseñanzas
eran
explícitamente
industriales
y
muy
poco
se
trataban
temas
sociales.
Su
comunidad
en
cambio,
le
enseñaba
de
la
naturaleza
y de
la
cultura,
pero
por
cuestiones
socioeconómicas
su
comunidad
tuvo
que
desplazarse
y
los
niños entraron
a colegios
urbanos
mientras
se solucionaba
la
situación.
Ella solía
decir
a los
niños
y
a
sus
profesores:
“Suelo
caminar
siguiendo
los
olores
de
la
naturaleza,
el
fluir
del
río,
el
sonido
de las
hojas.
Bailo
con
mis
vecinos,
ellos
tocan
tambores
y
muevo
los
pies
al
ritmo
de sus
voces”.
Y
cuando
decía
esto
les
mostraba
a
sus
compañeros
sus
danzas
mientras
sonreía
dulcemente.
Ella
tenía
su
espíritu
creativo
intacto,
vivo
y
cálido;
a
cada
sonido
que
lograba
percibir,
le
asignaba
una forma,
a
veces
toda
una historia
completa,
con
seres
que
ella
inventaba,
con
voces
que
ella
recordaba,
con
texturas
que
le
despertaban
la
curiosidad
y la
viveza
de
su
rostro.
En
el
colegio
a
veces
los
niños
la
empujaban
y
se
le
burlaban
por
los
trajes
y
accesorios
que
ella
usaba,
pero
su
rostro
no
se
preocupaba,
pues
amaba
profundamente
su
cosmovisión
en
cuyos
elementos
estaba
el
amor
a
todo
ser
vivo y
el
respeto
a
cada
diferencia,
pues
en
el
fondo,
ella
no
percibía
distinciones
sino
un
solo
fluir
de
energía.
Le
decían
que el
color
de
piel
incidía
en
el
nivel
del
buen
trato,
pero
ella
los
percibía
a todos
igual,
ella
nunca
notó diferencias,
aunque
sus
compañeros
sí, y
siempre
se
lo
recordaban.
Del
salón
de
clases
había
un
muchacho,
tímido,
callado,
pero
con
risa
cálida
que había
atrapado
la
atención
y el
pensamiento
de
la
niña.
Ella
sentía
esos
nervios
inconclusos
y esa
sonrisa traviesa
que se
suele
plasmar
en
nuestros
rostros
al
pensar
en
esa
persona
especial.
Su
rostro
se
alzaba
al
oír
la
voz
del
niño
dar
sus
intervenciones
de
la
clase
y
sus compañeros
podían
ver
su
rostro
sonriente.
Pero
ella
demostraba
sus
sentimientos
sin
límites,
sin
cárceles
ideológicas,
así
como
su
arte,
sus
danzas,
su
canto,
sus
historias.
Por
eso
era
feliz,
porque
mostraba
quién
era
y no
se
preocupaba
por
la
reacción
de
su
alrededor
ni en sus juicios
sin
fundamentos,
pues
su respiración
existía
para
su
alegría
y
su
amor.
El
niño
la
quería
también,
pero
sus
compañeros
le
impregnaban
en
sus
ideas
que la
niña no era
bella,
por
su
físico,
por
su
vestir,
por
sus
costumbres,
por
su
hablar
y por
su
reír.
Ella
sintió
el
rechazo
del
niño
y
el
de
sus
compañeros
sin
entender
verdaderamente
el
porqué,
pues
ella
se
sentía
niña,
se
sentía
vida,
se
sentía
parte
de
ellos,
parte
de
la
sociedad
misma,
hasta
que
finalmente
su
comunidad
regresó
a
sus
tierras,
y
la
niña
retornó
al
calor
del
hogar
de su
familia
y
amigos.
El
niño
notó
su
ausencia
y
extrañó
su
sonrisa,
la
niña
olvidó
las
burlas
y
recordó
con
dulzura
la
voz
del
niño.
Al
fin
y al
cabo,
esa
bella
niña
sabía
que
era
bella,
sabía
que
sus
compañeros
lo
eran
también.
Con
dulzura
recordó
sus
voces,
los
olores
de
las
flores,
de los
cabellos
de sus
compañeras,
y
los
amó a
pesar
de
todo,
pues
ella
sabía
que
era
bella.
Y
ahora
pensándolo
bien,
¿será
que
ella
vio
la
belleza
de
todos
y de
sí
misma
porque
era
ciega?
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