El
Canalla.
En esa casa vivía
doña Cecilia, o doña Chechi, como solían decirle. Siempre vivían
a puerta cerrada. De vez en cuando se veían algunas personas entrar
y salir, pero nadie sabía exactamente qué relación tenían entre
sí, y a doña Chechi sólo se le podía ver cuando se asomaba a la
ventana.
El aspecto más
curioso de doña Chechi, era que sabía todo acerca de la cuadra,
absolutamente todo, y en realidad hablaba con muy pocas personas, tal
vez sólo una, mi abuela, pero conocía la vida de todo el mundo.
Éramos vecinos y
era profundamente amable conmigo. Cada vez que abuela venía de
hablar con ella, a través de la ventana, me traía un dulcecito que
doña Chechi me mandaba.
* * *
Estaba sentado en el
andén de mi casa, cuando doña Chechi me llamó para regalarme una
galleta. Fuí y hablé con ella un rato, fue un momento muy
agradable, aunque me hizo sentir que se sentía sola y encerrada, y
que quería salir, salir a vivir con intensidad.
Se murmuraba, en la
cuadra, que el hombre de la casa, don Ignacio, era una porquería de
persona, que la golpeaba. Por eso, cuando don Ignacio bebía,
usualmente en quincena, doña Chechi no se asomaba en unos dos o tres
días. Todos decían que en esos días, se disipaban los moretones
que ese hombre horrible le causaba. Le pregunté a abuela si esto era
cierto, ella lo negó y me dijo que doña Cecilia se encontraba muy
ocupada esos días, que por ello no se le veía. Le creí a abuela
porque un hombre nunca le debe pegar a una mujer.
* * *
El viernes que
llegué de la escuela, cuando entré a casa, me sorprendí de ver a
doña Chechi sentada a la mesa. Era la primera vez que la veía fuera
de su casa, y ahora estaba precisamente en la mía.
Almorzamos como de
costumbre, con la única peculiaridad de que doña Chechi lo hacía
con nosotros. Luego del almuerzo, se despidió y salió hacia su
casa. Apenas hubo cerrado la puerta, le dije a abuela:
Abuela... ¿Y ese
milagro?
- La invité ayer y me dijo que no, pero aún así hice un poquito más hoy, hizo cara de que sí iba a venir.
- * *
Pasó una semana
después del almuerzo, sin que doña Chechi se asomara a la ventana.
Todos murmuraban que el salvaje de don Ignacio se había propasado
esta vez, pero yo no les creía, porque un hombre jamás le debe
pegar a una mujer.Al día siguiente, a eso de las 8:00 p.m., vi a
través de mi ventana un carro llegar a la casa de doña Chechi, era
negro y largo, no había visto uno así en mi vida. Bajaron dos
hombre vestidos de negro, como uniformados. Tocaron, entraron. Luego
salieron con un ataúd pequeño, y junto a ellos don Ignacio. Dejaron
el ataúd en el carro. Uno de ellos volvió hacia la puerta y don
Ignacio le entregó unos papelitos, quizá billetes, no podía ver
bien. También salieron las otras personas que vivían en la casa,
todas excepto doña Chechi. El carro se llevó el ataúd, todos
entraron a la casa y cerraron la puerta. No vi llorar a nadie, así
que me llené de ira y llamé a abuela, ella vino corriendo al
escuchar mi voz, grave, opaca. En el instante en que llegó, sentí
cómo mi garganta se liberaba del estrangulamiento por el sollozo y
grité:
Abuela... ¡Ese
canalla la mató!
Abuela me abrazó.
Lloré toda la noche por doña Chechi, quizá, la única persona que
lloró por ella. Lloré en los brazos de abuela. Nunca se apartó de
mí, pero no lloró conmigo. No sé qué sentimiento la abordó, pero
tuvo que ser algo inmenso, porque no pararon de temblarle los brazos.
L. Byron.
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