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Hoy, a diferencia de otros días, quería hablar con ella, tener un diálogo con la única mujer que parecía conocerme después de tantos años, que tenía siempre una palabra de aliento y alguna frase cariñosa pese a su amargura. Oscilaba como yo entre el mal humor y la alegría, y eso, hasta en los días que parecía despreciarme hacia que la quisiera más. El ruido que me despertó fue el de algunos cubiertos que cayeron al salirse del cajón. Cuando bajé se retiraba. -¡Manuela! ¿Como amanece mi bella compañera? -Mal, porque voy tarde- Espetó con el ceño fruncido- Pero bien Gracias a Dios- Dijo recobrando algo de calma- Ahí le dejo el desayuno. -Gracias Sonrió a medias y lanzó sobre mi una mirada de ternura. Salió sin decir más. Sobre la mesa reposaba el plato humeante con los huevos y el pan. II Ya sólo me dispuse a organizar algunos libros y anticuarios a los que el polvo cobijó porque mi atenta amiga no gustaba de limpiarlos. Cuando saqué una edición de EL Signo de Humberto Eco algo cayó al suelo. Era una pelotita alfombrada que estaba unida a un pequeño lazo. Su fucsia intenso con el pasar del tiempo y el polvo se convirtió en un rojo opaco. Anonadado por el tierno recuerdo de alguien que ya no estaba tomé asiento en el comedor. Siempre dije con cierta despreocupación “ todo fue un problema de comunicación”. El primer día que en la casa dejaron de resonar los pacitos y el murmullo de risas fue quizá el único momento en el que me di cuenta de que me aguardaba el silencio, el único “signo” claro, un crudo silencio al que nunca quise entregarme. Hoy, como todos los días medité en sus gestos, en los amplios ojos verdes que me seguían a todas partes. En como sus cejas me comunicaban algunas veces alegría, otras un intenso desasosiego. Su rostro, algo más que sus palabras, lo expresaba todo. Era el diccionario de signos que me permitía conocerla. O al menos eso creía. Tal vez leí mal, tal vez la semiótica nunca fue lo mío, mi interpretación estaba errada. Sus risas no correspondían a sus actos. Nuevamente me embargaba ese “algo" que atravesaba mi vientre tan seguido. Ese “algo" que en mi búsqueda de definiciones paso del “malestar" a “la agonía" a la simple “tristeza". Fue un problema de comunicación, si, porque no era posible creer que por medio de signos e interpretaciones la conociera. La semiótica y Saussure no me salvaron de la soledad. Ellas se habían ido, y en su lugar solo quedó el recuerdo y la búsqueda de definiciones. De verdades, de lo “real". A lo mejor no somos tan definibles. Quise saber, pero en su lugar me encontré con un perpetuo desconocimiento. Y si no podía leerla a ella, en este escenario solo quedaba descubrir quien era yo mismo.

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