Sangrado
El bar donde la conocí fue testigo de mi asesinato. Esa noche la lluvia caía tímida, pero constante. Teníamos una cita como adolescentes en un intento desesperado por salvar lo nuestro. Me senté en una mesa de vaga iluminación. El bar estaba asediado por una multitud que reía y entonaba sus canciones frenéticas de jazz. Los lugares cambian. Antes era el lugar donde me sentaba a beber los viernes, ahora es un lugar donde muchos se sientan a beber los viernes. El ruido de la gente me botaba a la calle, pero me mantuve firme, porque tenía que esperar a Juliana, como acordamos.
El mesero vino algunas veces a tomar la orden. Lo rechacé hasta que ella apareció. Tenía el pelo tan mojado que no parecía rubia. Me levanté para abrazarla y me detuvo porque no quería mojar mi saco también. Tomaron la orden. Ella preguntó si aún vendían crema de whisky, el mesero dijo que solo servían cervezas. Juliana giró los ojos y terminó pidiendo una cerveza dulce. Yo pedí cualquier cosa, ya no importaba. Le pregunté a Juliana sobre la crema de whisky y me dijo que le recordaba a nuestro primer encuentro, pues fue el trago que yo le pedí. Fingí que me acordaba, pero ella sabía que lo había olvidado. Nos callamos hasta que el mesero llegó con las bebidas. Esperaba azúcar, pero era la cerveza más amarga del menú. Juliana sí pudo disfrutar su cerveza, al punto de que el alcohol y la música
hicieron que nos desprendiéramos un poco del final que nos acechaba.
Aunque sonreíamos, Juliana estaba frente a un cadáver. Ella supo leer cual forense el origen de mis ojeras. En un intento de resurrección, tomó mi rostro entre sus manos y se abalanzó para besarme. Hubiera preferido que no lo hiciera. Sus labios estaban helados. Nos miramos. Ambos sabíamos lo que se aproximaba.
—¿Te acuerdas de la primera vez que salimos? —dijo con naturalidad—. Si te acuerdas, verás que fue tan parecido a esta noche. Yo te contaba mis clases de teatro, que pronto iba a presentarme. Poco después y cambiando de tema, me dijiste que el frío no te gustaba porque te hacía sentir solo.
Me quedé callado. Ella, poniendo su cara entre las manos, continuó:
—¿Qué pensarías si esta fuera la última vez que estuviéramos juntos? ¿No sería cómico que todo terminara en el lugar donde comenzó?
Entonces lo sentí. Ella me había encajado un disparo debajo de la mesa. Nadie se percató. Era el único en el bar que tenía una bala alojada en el estómago. Puse mi mano debajo del saco para detener el sangrado. Quería aguantar el mayor tiempo posible, pero el dolor me venció y me excusé para ir al baño. Dejé tras de mí salpicaduras de sangre que los meseros difuminaron con las pisadas.
Una vez en el baño desnudé mi torso para revisar la herida: era desastrosa. La sangre manchaba mi pantalón y me di cuenta de que no tenía sentido disimular. Pensaba en el disparo. ¿Fue intencional? ¿Disparó a matar, o solo quería herirme? Todas las preguntas ocultaban una realidad: ya no queríamos estar juntos. Ella no sabía cómo terminar, decidió entonces disparar para alejarme. Aunque en el bar se escuchaba jazz, dentro del baño sonaba blues.
La sangre brotaba mientras Juliana esperaba en la mesa. Caí en el suelo bloqueando la entrada del baño. Comencé a dibujar figuras con la sangre que se esparcía por el piso. Mis sentidos se difuminaban. Escuché que tocaban la puerta, pero quién sabe, en mi estado podían ser alucinaciones. Dibujé hasta que mi vista se nubló, la sangre salía por debajo de la puerta. No se puede sangrar sin llamar la atención. No quería escuchar nada en mis últimos momentos, pero fue imposible con Juliana forzando la puerta para entrar. Cuando entró llorando, dijo unas palabras que podían parar la hemorragia, cerrar la herida, pero hay cosas que se deben decir a tiempo. Esa noche morí en el bar donde la conocí. La música paró y los clientes salieron. En el bar caía una lluvia tímida pero constante, y esta vez a Juliana no le importó mojarme el saco con su llanto.
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