BiblioExperiencia: Ella



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Autor: JS León Terán
Desertor del programa de Sociología

Mi amor por la biblioteca Mario Carvajal se divide en tres hitos. El primero, cuando la conocí, el segundo; cuando la padecí; y el tercero, ahora que la anhelo.

Recuerdo ese primer momento cuando la vi, una tarde de agosto del año 2010, fue amor a primera vista, sus grandes ojos me cautivaron e inmediatamente sedujeron a ese hombre ignorante de conocimiento, inculto de amores bibliotecarios e inexperto en el sexo con los libros. Penetré entonces por primera vez a ese nuevo mundo, que se presentaba desnudo y sin tabús. Me sentí insignificante en sus manos y temblé, temblé de alegría y de placer. No quise arruinar el momento con palabras y sólo me deje llevar por los distintos olores que percibía, que estimulaban mi lengua, mis oídos, mis ojos, mi piel y mi pensamiento.

Desde el principio sentí que me había elegido, que había puesto su marca en mi cuerpo dócil, que me pedía tiempo para enseñarme el arte del amor por los libros, la lectura, el cine, la investigación, la prensa, el respeto al silencio; el arte por el conocimiento.

Pero no tuve paciencia, y comencé a recorrer con más intensidad su cuerpo, sus entrañas, sus cavidades. Me había obsesionado, la deseaba cada día, tarde, y me sentía frustrado cada noche y madrugada cuando no podía sentirla, no podía verla, no podía tocarla. Ella no tardó mucho para darse cuenta de mi conducta, de mi ingenuo amor, de mi inexperiencia y decidió alejarme, decidió castigarme. ¡Maldita! Comencé a padecerla, a sentir los obstáculos que día a día, mes a mes, año a año, latigaban mi cuerpo, mente y espíritu.

Recuerdo la maldición del grito desesperado de sirenas que continuamente quebrantaba el pacto de silencio inundando con bulla las salas, incluso llegando hasta los otros centros de documentación, con narraciones de sus vidas cotidianas, de novelas televisivas y una gran cantidad de chismes. Lloré las marcas del crimen, las huellas de la tortura, de la estupidez, de lo absurdo, cuando encontraba páginas enteras de libros rayadas, resaltadas, marcadas con apuntes; libros que acogí en mis brazos intentando borrar sus traumas. Sentencié a idiotas que llegaban con libros mojados. Padecí la peste del olvido, libros trocados, perdidos, robados, con entregas que habían vencido por allá en la Guerra de los Mil Días.

Me perdí en el abandono y falta de pertenencia del lugar histórico, la Hemeroteca, evidenciando como los periódicos no eran conservados con la debida técnica; y con las narraciones de desaliento de su guardiana la cual había tenido que presenciar como botaban cantidad de ellos por su estado de descomposición, ejemplares que no resistieron y habían optado por un suicidio altruista.

Me ahogué en el tiempo mutilado y frustrado de la Mediateca, plasmada de Facebook abiertos el cual me obligaba a seguir en mi éxodo por un pc. Viví la intensidad de la Videoteca, donde lo confieso, tuve un amor oculto, una infidelidad, al caer seducido por la mujer gato; que aún con el pasar de los rugidos del tiempo, la sigo pensando. Padecí también el hecho de que hubieran cancelado los préstamos de películas por la irresponsabilidad de los usuarios y el “mercado negro”. Escupí el espectáculo de leones marinos echados en los sillones de la sala del sótano.

Padecí el anacronismo por parte de los “pseudorevolucionarios” que la manipulaban e instrumentalizaban, cerrando sus puertas, negando la entrada, exiliando y desplazando a muchos que solo teníamos ese lugar como morada. Sufrí cuando la rayaron, la violaron; cuando la ultrajaron los “capuchos”. Compartí la tristeza y rabia de un compañero al cual le robaron sus pertenencias al ser forcejeado su locker. Recriminé cuando veía los “baretos” que se armaban en las tapas de los libros. En un momento de desespero prometí vengarme de todos aquellos que le hacían daño.

Perdí el control, lo acepto, y me cuestionaba, sí, me cuestionaba por qué nadie hacia nada, por qué los demás usuarios no sufrían, por qué salían con sonrisas que se atollaban en sus rostros, cómo podían vivir esa realidad; o acaso era yo el único que vivía todo eso. Sí, padecí y seguí padeciendo muchas cosas, pero al final, me doy cuenta que la biblioteca me amó demasiado y, sí me eligió; porque me enseñó a salir de esa postura de usuario consumista, irresponsable, romántico e individual, para pensarme la biblioteca como un lugar de todos, donde no soy solo yo el que está ahí sentado viviendo una experiencia.

Ahora, me encuentro lejos en una nueva ciudad, una de noches frías y tierras volcánicas, lugar de mis ancestros y bellos recuerdos. He llegado como desplazado víctima de mis propios pensamientos y mis propias obsesiones. Partí sin despedirme; la he dejado, abandonado y defraudado. Por eso no soy feliz, porque rompí nuestra promesa, porque extraño la singularidad de cada uno de sus pisos, su arsenal bibliográfico; y porque aunque he vagado y sudado por toda esta ciudad, no he podido encontrar otra como ella, bello amor caleño, bello amor Univalluno.



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