Tercer Concurso de Cuento Corto: PRESIÓN





PRESIÓN


Aprendí a estar bajo presión por el deporte y el ejemplo familiar. Asistir a competencias, entrenamientos diarios, tres duchas al día, maletas pesadas, salir de clases y pensar en mis lanzamientos era algo que agotaba un pequeño cuerpo de doce años de edad a punto de clasificar a un campeonato nacional. Mi núcleo familiar son mi padre, mi hermano y yo. Mi madre no estuvo presente porque falleció cuando tenía nueve años y tengo muy pocos recuerdos de ella, pero sí recuerdo lo mucho que odiaba el deporte gracias a mi padre.

Él es un fanático al fútbol, desde muy joven era gran entusiasta de gastar largas jornadas frente al televisor viendo partidos y después en la noche asistía a rigurosos entrenos con un equipo de aficionados. Cuando mi madre lo conoció sabía que eso sería un problema, siempre puso al fútbol por encima de todo. Esto no le importó a ella y decidió darle un chance, el chance se convirtió en un embarazo a los diecinueve años, un embarazo oculto y un matrimonio oculto. Un típico cuadro de adversidades, luchas, desaires familiares e inseguridades sobre el futuro. Mi padre cargaba con la presión de cumplir con el sustento familiar y mi madre con la esperanza de lograr algo más que vivienda y comida.

Era una mujer privilegiada, tenía todo en exceso. Darle vida a un nuevo ser humano le arrancó todos sus privilegios de un solo golpe. Creo que fue amor verdadero, tenía la opción de regresar a su cotidianidad llena de lujos pero optó por arriesgarse.

Después de muchos años, se establecieron, estudiaron carreras universitarias, consiguieron buenos empleos, ocurrió el nacimiento mío y compraron una hermosa casa en un municipio donde presumen tener el sol más alegre de Colombia. Es justo ahí cuando tengo memoria sobre lo caótico que eran los fines de semana. Ambos eran consumidos por la rutina laboral y el fin de semana era un catalizador de estrés para mí padre. Él pasaba ambos días; sábado y domingo jugando fútbol… pero la historia era diferente para mi madre, solo había un profundo enojo porque mi padre estaba ausente en los días “familiares” y sus hijos iban por el mismo camino. Mi hermano no siguió el ejemplo del fútbol pero se interesó mucho por el baloncesto, igual yo. Ambos pasábamos la mayoría del tiempo entrenando, haciendo lanzamientos, pases, jugadas de defensa y observando a mi madre en graderías algunas veces. Sus horarios laborales no le permitían asistir a nuestros entrenamientos algunas veces. Ella falleció y mi hermano se retiró, recuerdo exactamente sus palabras cuando cuestioné su decisión sobre abandonar el baloncesto: “Si ella no está, para mí ya nada tiene sentido”. Estaba muy pequeña y no logré entender la tristeza que guardaba aquella frase. Yo seguí entrenando, mi padre a pesar de estar hundido en una depresión severa por la muerte de mi madre, reemplazó su lugar en las graderías.

Durante seis meses estuve sometida a un régimen que valió la pena, tres años de entrenamiento, seis meses de memorizar tácticas de juego para usarlo en tan solo cuarenta y ocho minutos con la posibilidad de que solo fueran quince, no sabía si me dejarían de titular los cuatro tiempos del partido con cuatro personas que debían estar en sintonía para lograr la victoria. Viajamos a la capital, estábamos en desventaja porque el clima frío nos ahogaba a las “provincianas” pero una vez toqué la madera encerada de la cancha, vi las graderías llenas de personas haciendo gritos de apoyo a nuestro equipo y que dentro del público estaba mi padre con una bandera de Colombia hizo de Laura una niña explosiva, la convirtió en la mejor anotadora, jugadora titular durante la final y un motor de felicidad para su padre durante cuarenta y ocho minutos, llevó a su equipo a la victoria haciendo del equipo colombiano ganador de un nacional en la categoría infantiles. De regreso a casa: una medalla, una copa y la decisión de dejar el baloncesto para siempre.

HENRRIETA.

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