SUBLIMIDAD
Alas
de Libertad
Las miradas nos
decían todo. Preparamos la tregua. Al salir, ella se fue, volvió y
me puso conversa. Todo controlado con tal de parecer que no teníamos
planeado nada. Hablamos un poco, compró algo de comer y hecha la
acción final, dijo que iba al baño del tercer piso. ¡Ja! ¿Quién
va a subir hasta el maldito tercer piso habiendo baño en el primero
y en el segundo? Yo estaba leyendo un libro de José Saramago. Marqué
muy tranquilo la página en la que quedé, cerré el libro
herméticamente y acto seguido la secundé, con un piso de diferencia
(cuando yo comenzaba a subir las primeras escaleras, ella ya iba en
las del pecado). No tuve que dar ninguna explicación porque no
estaba con nadie. Éramos ella y yo, nadie más.
La encontré en una
de las curvas de la escalera aquella de caracol. Por el calor, se
agarró el largo pelo carmesí en una sola moña como pudo… Fue
rápido, preciso, calculado. Su cuerpo se acercó al mío como si
fuéramos imanes. Nos tocamos, nos saciamos, llegamos hasta el
éxtasis de nuestra juventud en tan solo unos segundos; nos
descubrimos, nos juramos, prometimos, amamos… El caracol-escalera
sacó sus naipes y los apostó en besos, besos se quedaron cortos,
cuando el tiempo cortó el acto. Salimos al patio reluciente,
dispuestos y renovados. Ella se quitó la moña que torpemente había
dispuesto y se hizo una larga trenza rubí. En la apuesta, el caracol
perdió, conformándose con un tiquete de consolación, que decía:
“inténtelo la siguiente semana”.
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