Caminas lento entre la multitud que mira, tú los miras de vuelta y frunces el ceño. Desde hace días que detestas que te vean con cara tonta a cualquier movimiento que hagas. No vas a entender sino hasta días después que la miradera hace parte de converger socialmente, y que tú debías de mirar y encontrar en ellos alguna particularidad. Así, esa misma tarde al comprenderlo empiezas a mirar a las niñas con diferentes colores de cabello, a los niños con camisas brillantes y estampados exuberantes, a los ancianos que en su lento caminar no miran a nadie sino a los edificios, a los árboles y al piso.
Ahora con
duda te preguntas de nuevo ¿qué mejora hay en el mirar de los ancianos? Hasta
cariño habías agarrado a tu manera de hacerlo. Finalmente esa misma noche
observas edificios, árboles y el piso. Intentas encontrar una respuesta al
mirar humano y encuentras de repente tus ojos abiertos poniendo en práctica
todo lo aprendido; estás disfrutando del pasto recién cortado y lo gracioso del
sobrante en montoncitos, del puchero de la niña que piensa que tendrá que
llegar a su casa a estudiar, del hombre que se asoma a la ventana del edificio
y se ríe a carcajadas cuando ve que lo ves. Te costó algunos días entender que
la capacidad de mirar y ser un intruso asomado a la ventana del mundo te ata
con una cuerda los pies a la tierra. Nadie en sí es una isla como decía Donne.
De seguro, el mirar el reflejo humano en los demás hará que no dejes solos al
anciano, la niña o la naturaleza. Después de todo es reconocer que en esos
pucheros y curiosidades también estás tú.
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