Biblioteca "Mario Carvajal" |
Autor: Juan Sebastián Posada
Biólogo
Hace
un año y diecisiete días que me gradué como biólogo de la Universidad del
Valle. Hace más de un año y diecisiete días que pensé en que el grado era un
cambio crucial en mi vida. Por eso, en ese momento, decidí que debía agradecer
a todos los que contribuyeron en el desarrollo de mi carrera universitaria, en
haber llegado a su final. Entre ellos, se encontró un lugar. Sí, un lugar
fundamental. Dejé la carta escrita, archivada en un cajón, detrás de lo urgente
y del tiempo perdido. Pero hoy, con valor, antepuse lo importante a lo urgente.
Sacudiendo el polvo de las letras, esta carta dice así:
CARTA
ABIERTA A LA BIBLIOTECA
¿Una
carta a una biblioteca? ¿Pero a qué clase de loco se le ocurre eso?
A un loco agradecido, muy agradecido porque hizo suyo un espacio, un mundo de páginas abiertas en donde preparó sus deberes, alimentó sueños con letras, construyó proyectos, conoció otros mundos desde las sillas de las salas de lectura. Allí, sus perspectivas crecieron firmes como samanes, y se hicieron semillas prodigiosas como el maíz. Pero sobre todo, por las preguntas que cultivó con esmero, con cada libro prestado, con cada segundo de consulta, con cada lectura acolitada. La duda es hermosa porque no permite que paremos de aprender ni preguntar. Al dudar, no nos saciamos de sabiduría, ni alcanzamos la erudición prepotente de los sabelotodo. Leer es sobre todo, abrir las puertas a las incógnitas, explorar con regocijo nuestra ignorancia a medida que el nuevo conocimiento ingresa por nuestros ojos, directo a nuestro cerebro y corazón.
Los libros son como pasaportes, como alfombras voladoras repletas de magia que nos permiten ir a donde queramos, tan lejos como nuestras preguntas nos lleven, como nuestro gozo por la literatura nos sumerja en esos majestuosos universos templados por la pluma, nos permiten conversar con el conocimiento humano en una íntima tertulia, de esas que solo puede hacerse con la compañía de una copa de vino o de un buen café.
A un loco agradecido, muy agradecido porque hizo suyo un espacio, un mundo de páginas abiertas en donde preparó sus deberes, alimentó sueños con letras, construyó proyectos, conoció otros mundos desde las sillas de las salas de lectura. Allí, sus perspectivas crecieron firmes como samanes, y se hicieron semillas prodigiosas como el maíz. Pero sobre todo, por las preguntas que cultivó con esmero, con cada libro prestado, con cada segundo de consulta, con cada lectura acolitada. La duda es hermosa porque no permite que paremos de aprender ni preguntar. Al dudar, no nos saciamos de sabiduría, ni alcanzamos la erudición prepotente de los sabelotodo. Leer es sobre todo, abrir las puertas a las incógnitas, explorar con regocijo nuestra ignorancia a medida que el nuevo conocimiento ingresa por nuestros ojos, directo a nuestro cerebro y corazón.
Los libros son como pasaportes, como alfombras voladoras repletas de magia que nos permiten ir a donde queramos, tan lejos como nuestras preguntas nos lleven, como nuestro gozo por la literatura nos sumerja en esos majestuosos universos templados por la pluma, nos permiten conversar con el conocimiento humano en una íntima tertulia, de esas que solo puede hacerse con la compañía de una copa de vino o de un buen café.
La
biblioteca fue una completa cómplice, fue la balsa a bordo de la cual bogué por
los ríos de saber que anegaron las aguas de mi pensamiento, refrescándolas,
haciéndolas fluir para que no apestara a pantano estancado, para que sus
corrientes fueran diáfanas, pero potentes. Fue la celestina del apasionado
romance entre la lectura y yo, un amor que venía firme desde años atrás pero
que llegó a su clímax cuando, por primera vez, atravesé las puertas de la
biblioteca y el paraíso estuvo tan al alcance de mis manos. Tanto por leer, ¡y
tan cerca! Fue un momento hermoso, digno de lágrimas si brotaran fácil de mis
ojos, si los latidos agitados de mi corazón y el vacío en el estómago no
tuvieran que reemplazar la nefasta ausencia de esas gotas de sentimiento. Fue
como sí ese platónico amor de adolescencia se materializara en un breve segundo.
Y de su mano, conocí la utopía y la distopía, 1984 mundos felices que
esculpieron y afinaron mis anhelos de cambio, terminando de convencerme de que
otro mundo era posible.
Hoy,
sólo sigo diciendo gracias, con fuerza, porque además de esas miles de páginas
amenas que tanto me aportaron, también me permitió hacer amigos. Mi romance por la biblioteca fue tan pleno que
tenía dos enamoradas. No, no era infidelidad: era amor total. En tiempos de
paro (2011) me acerqué a la Biblioteca San Fernando, un paraje poco explorado
para los habitantes del campus Meléndez. Allí encontré a Carmen, la atenta
bibliotecaria que se fue convirtiendo poco a poco en alguien con quien
conversar, una persona que compartía esa pasión por los libros, entregada a su
labor de orientadora de usuarios e inspiradora de amor por la biblioteca.
Incluso, hubo confidencias y desahogos, valiosos consejos que recordaré con
gratitud y que me levantaron el ánimo en los momentos en que se hacía escaso,
en que se llenaba de nubes grises.
Son
tantas las anécdotas que es difícil centrarse en una sola, pues la biblioteca
en sí es toda una experiencia. Aunque indudablemente, es inolvidable el momento
en que descubrí que el sincero amor por los libros y su hogar en Univalle no
era cosa de unos pocos. Aquella noche en que los encapuchados ingresaron a sus
instalaciones, con esa altivez e irreverencia que siempre traen puesta, el olor
a la pintura de aerosol invadió las salas de lectura. De pronto, todos los que
esa noche cumplíamos sagradamente con nuestra rutina de estudio, rompimos el
habitual silencio y ensimismamiento de la labor académica, coincidimos en que
ese aroma sólo podía significar una cosa. La chispa de indignación no tardó en
brotar y, en grupo, bajamos a defender nuestro templo del saber. Reclamamos.
¡Sentimos como si hubiesen entrado a dañar nuestra propia casa! El debate no
faltó: la validez de la acción, la lucha política, la rebeldía, el respeto. La
pared amarilla bajo el Bolívar de Grimaldi, quedó marcada con las letras MB,
rojas y de gran tamaño. Las redes sociales no tardaron en dar a conocer el
suceso entre todos los univallunos y, velozmente, surgió la iniciativa de que
los mismos estudiantes pintáramos la biblioteca. No prosperó. Al otro día ya
estaba pintado. Nuestra casa del saber sería sede de un evento importante y no
podía esperar la minga estudiantil. Bueno amada, el detalle quedará para
después. Sólo quedaba visitarte día a día, noche a noche, cuidar tus tesoritos
y aprovechar todo lo que generosa nos dabas. Mostrarte nuestro amor aceptando
tus dádivas, dejándonos siempre en una deuda contigo.
Biblioteca mil y mil gracias. Sigue estando ahí, para que semestre tras semestre, cautives a más románticos y coseches más amantes. El conocimiento no es amigo de la monogamia.
Biblioteca mil y mil gracias. Sigue estando ahí, para que semestre tras semestre, cautives a más románticos y coseches más amantes. El conocimiento no es amigo de la monogamia.
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