BiblioExperiencia: La misión



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Calamardo


Autor: César Eslava
Empleado


Al principio de los noventa, vivía la frustración de no estar pasando mis 18 años en la Universidad del Valle. Era 1992 y había cambiado las camisetas negras de bandas por un grueso camuflado que me hacía sudar como loco. Detrás de las rejas que dividían el batallón de la calle Quinta, me imaginaba lo confortable que sería ir en alguno de esos Blanco y Negro Ruta 1, desayunadito y fresquito, rumbo a la U. Realmente, en aquella época no tenía claro qué quería estudiar, pero el solo hecho de poder alargar mi adolescencia seis años más me suscitaba una infinita esperanza. La verdad es que sabía poco de la universidad: solo había entrado un par de veces para ver unos toques, y no tenía idea del complejo mundo que se desarrollaba a pocas cuadras de mi lugar de reclusión temporal.

Cierto día, un sargento santandereano, de humor impredecible, preguntó a los soldados caleños si conocían la Universidad del Valle. A pesar de estar en Cali, en aquel pelotón los raizales éramos minoría. Por cuestiones del servicio, solo estábamos en ese momento tres reclutas. Yo, que no dejaba perder oportunidad alguna para regalarme con tal de escapar por unas horas del batallón y volver a sentir los placeres de la libertad, expuse abiertamente lo bien que conocía la universidad, sin tener idea de la misión que el oscuro militar me encomendaría. Qué falla haber ignorado tanta literatura política durante el colegio.

El sargento me tomó del hombro y, con una amabilidad poco usual, me llevó a su despacho. Al entrar, puso cerrojo a la puerta y desenfundó su revolver de dotación para poder sentar su pesado cuerpo. Mientras en silencio contemplaba sus medallas de infantería, él, solemne, buscaba algo entre una pila de papeles. Sonrió con malicia cuando halló lo que buscaba y se inclinó hacia mí, como si fuera un compañero de mil batallas.

Lo había logrado y, al menos por un par de horas, sería un ciudadano más. No miento, estaba un poco nervioso, pues era falso que conociera la universidad y no tenía idea de dónde pudiera estar el par de personas que conocía. En ese entonces no había cómo hablarles por Whatsapp. Si parte de la misión era pasar desapercibido, no lo estaba logrando. No había quién no me detallara. A mi paso sentía las miradas condescendientes de los más viejos, lastimeras de las bonitas y llenas de odio de parte de los más flacos y barbudos. Mis constantes complejos de adolescencia adquirieron un nivel universitario y, sintiendo cómo era tragado por el campus a cada paso, traté de llegar a la imponente biblioteca, que se veía cada vez más lejana. A las miradas siguieron los insultos: «¡Fuera!, ¡Sapo!, ¡Asesino!, ¡Tira!». ¿«Tira»? Ignoraba eso de «Tira». Me sonaba más a «folla», pero en bogotano, aunque a los 18 ni había estado en Bogotá ni me había «tirado» a nadie aún. Todo parecía tan confuso, pero la llegada a la biblioteca me daría algo de la claridad que necesitaba.

Si bien la estructura era la misma de hoy, su interior era bastante diferente. Los estudiantes buscaban los libros en unas tarjetas amarillentas que se encontraban al abrir uno cajoncitos de un estante de triste metal. Me acercaba discretamente a los estudiantes y les preguntaba con sigilo. Todo por la misión. Ellas y ellos me miraban con espanto y rehuían mi presencia. Las personas hablaban entre ellas, señalándome y otra vez divididas en una macabra combinación de burla y rabia.

«¿Y ahora dónde putas encuentro un libro sobre autores latinoamericanos post-boom?», me preguntaba en medio de un inmenso lugar en el cual todo era hostil. Solo de pensar en atravesar de nuevo el campus y llegar al batallón sin el objeto de la misión me llenaba de terror. El sargento será recordado por muchos contingentes por su creatividad y morbo a la hora de castigar: el popular «volteo». Me veía cruzando de rodillas la cancha de fútbol con el fusil levantado sobre la cabeza, cuando una funcionaría se acercó sonriente y me preguntó qué necesitaba. La primera actitud amable en toda la mañana. Le conté mi propósito y ella me explicó que aunque abundaban los materiales sobre el tema era imposible prestármelos, pues para ello debería ser estudiante o cumplir unas condiciones que no podrían ser resueltas en esa mañana. Saber que culminar la misión no dependía de mí me daba cierto alivio moral, pero del castigo quizá no me salvaría, pues en el ejército, si es necesario, se debe dar la vida por el cumplimiento de los objetivos. Le agradecí, pero antes de retirarme ella se acercó y me dijo: “Por favor, es mejor que la próxima vez no te vengas vestido así. Eso te puede traer problemas o causar confusiones».

Los soldados teníamos dos clases de uniforme: el viril camuflado y el ridículo caqui. Ese día portaba el caqui, pues se suponía que era el adecuado en lugares civiles. Fuera de que el color ya era una perdición, remataba este en un incongruente gorrito triangular, en el cual se ponía un escudo de Colombia hecho en algún metal. Si bien me resistí a salir con él, más por miedo al ridículo que por la posibilidad de encarnar alguna amenaza para los afables univallunos, el sargento insistió en que fuera envuelto en caqui. Aún no sé por qué su insistencia. Luego descubrí que el sargento no tenía ninguna inquietud literaria, sino que tal misión correspondía a la petición de una mujer que el sargento quería tirarse. La mujer tenía una hija en edad escolar y requería información para alguna tarea, a lo cual el sargento ofreció mi capital cultural para su egoísta fin.

Después de muchos años recuerdo con cariño esta anécdota, pues fue mi primera vez en un lugar que se haría mi preferido en la vida. Lamento no poder estar en sus mesas más que unos cuantos minutos, pues otras misiones de la existencia me alejan, pero siempre está y se deja escarbar algo de su incuantificable valor.


Comentarios

  1. Qué buen relato, me divertí montones sobre todo con la ingenuidad de la vestimenta para tu primera visita a Univalle.

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