El
silencio de Al-Nabek
Aterrizó
en Al-Nabek a las trece horas. Una brisa descendía de las montañas
de Qalamun arrastrando la arena del desierto hacia la ciudad. Tomó
un taxi que lo debería dejar en el hotel en no más de veinte
minutos. Mientras recorría las calles, notó que los andenes estaban
tomados por mercaderes de frutas y de telas, de especias y
fragancias. En una acera alguien extendía una alfombra con diseños
orientales. El tráfico se hizo lento y maldijo la posible tardanza.
Lo relajó la Quinta sinfonía de Beethoven que sonaba en la
radio. Según el conductor, que se dirigió a su pasajero en un
inglés precario, el atasco era producto de un choque múltiple.
Extrajo
el celular de su bolsillo para enviarle un mensaje a su esposa. En
casa estarían durmiendo, seguro Teresa se lo leería a los niños en
el desayuno, pensó. Miró por el panorámico trasero una larga
hilera de carros viejos. El conductor del auto vecino, un anciano de
barba cana y ensortijada, descendió a vaciar, por medio de un
catéter, una bolsa llena de orina. Joe guardó el celular y barajó
la posibilidad de seguir el camino a pie, pero cayó en cuenta del
nulo conocimiento que tenía de las calles aún en ese pueblo
pequeño.
Le
pareció bella, a pesar de la reserva de su atuendo, la mujer de ojos
almendrados que atravesó la calle llevando de la mano a un niño.
Sintió tristeza al ver a un perro famélico que buscaba en la basura
lo que sería su primera comida del día.
Un
hombre, con una keffiyeh cubriendo su cabeza, pasó corriendo
al lado del taxi. Simultáneamente un hecho captó la atención de
Joe. En la otra autopista, donde nada impedía la regular circulación
del tráfico, una ambulancia apareció (la distinguió por el color
blanco y la media luna roja pintada a un costado de la van), no
llevaba encendida la sirena, pero los autos igual le daban paso. Le
pareció una anécdota para contarle a su esposa apenas se vieran:
una ciudad donde las ambulancias trabajaban sin que mediara el
estrépito, sin que las ventanas de las casas fueran traspasadas por
la luz violenta de los faros superiores. Posiblemente Teresa no le
creería, pero lo escucharía con atención. La Quinta sinfonía
dejó de sonar y fue reemplazada por un pitido monocorde.
Entonces sintió la impotencia que hubo de sentir Beethoven cuando,
en el testamento de Heiligenstadt, les comunicó a sus hermanos que
empezaba a perder la audición, que pasó por misántropo, loco y
huraño porque simplemente no escuchaba lo que decían los demás.
Comprendió, en la brevedad de una detonación, que el silencio, ese
silencio, era el anuncio del peligro y la tragedia. La ambulancia
seguía avanzando en silencio hacia donde supuestamente chocaron
varios carros.
Cuando
Teresa leyó el mensaje, en Buenos Aires eran las ocho horas con
veintiún minutos del tercer domingo de marzo, y los niños aún no
salían de la cama. En Al-Nabek eran las trece horas con veintiún
minutos de un domingo doloroso.
Autor: BOBBY
LOTUS
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