En
el horizonte donde se pegan los sueños y los zancudos contra el parabrisas,
afloraron como si nacieran del cielo un grupo de hombres armados que hicieron
detener nuestro vehículo:
·
¿Para dónde van? -gritó uno mientras metía
su cabeza rapada dentro del carro-.
·
Somos de la Defensoría del Pueblo y
venimos a proteger a las víctimas sobrevivientes de la masacre de ayer, -le
dije con una voz de emisora nocturna que sabía que sobreponerse a la suya era
morirse-.
·
¿Y cómo va a proteger a los muertos,
huevón? -murmuró otro mientras buscaba risas entre sus compañeros-.
Iba
a responderle, pero la cacha del fusil fortalecida por el sudor y la grasa que
cae de las axilas me había dado por encima de la ceja y un caudal rojo se me
metió a los ojos; lo demás se resume a los ojos vendados, las manos y los pies
atados mientras el vagón de una vieja camioneta se tambaleaba hacia los lados y
un leve olor de oxido y cebolla se desprendía de los tornillos sin rosca que bailaban.
Estaba
a punto de quedarme dormido, más del dolor que del sueño cuando con la misma
brusquedad con que las pusieron, una mujer de unos 21 años que portaba un arma
que parecía más pesada que ella empezó a desatarme, y mientras lo hacía, dijo
que había sido retenido por el ejército de las FARC y que lo mejor era que mi
familia pagara porque “uno la platica la vuelve a conseguir, pero la vida,
dígame si la vida la consigue otra vez, camarada”, y cuando me dio la espalda,
tuve una pequeña volición que nacía como un resorte que me hacía estirar hacia
la supervivencia, entonces me empiné y pensé en saltar sobre ella como en las
películas y torcerle el pescuezo, pero me contuve en el aire cuando observé a
mi alrededor un grueso de unos mil hombres armados que me miraban.
El
tiempo ya no sonaba en ningún reloj, y el cerco de alambre se empezó a
convertir en extensiones de la selva. El cielo se convirtió en un mito debido a
la espesura de la selva que hacía que los árboles se
abrazaran y no dejaran entrar ni siquiera la mirada de Dios, y si nada entraba,
tampoco nada salía, ni siquiera los gritos que se ahogaban a los pocos metros.
La humedad era un monstruo insoportable, un demonio imposible de conjurar, era
como un zancudo eterno en el oído que no muere, y debido a esto, más temprano
que tarde, uno se tiraba a morir bajo el toldillo. Los días no pasaban, sino
que se padecían, eran la misma cosa siempre, con sus mismos discursos y
palabras que venían debajo de las hojas ahogadas por la lluvia nocturna, al fondo,
como un ruido blanco, un eterno río que sonaba a veces encima, otras veces
debajo o al lado derecho, y cuando uno salía a mear, sonaba a la izquierda, y
cuando nos acuclillaban para comer, sonaba como por debajo de la tierra como un
temblor.
Las
necesidades las hacíamos dependiendo del humor de los guerrilleros, pues cuando
regresaban de algún combate contra el ejército y tenían bajas en sus filas, nos
obligaban hacer del cuerpo delante de todos. Al principio ni siquiera el cuerpo
respondía, pero cuando los guerrilleros se volvieron pedazos y extensiones del
monte, se normalizó la infamia, y la pena era sepultada por la indiferencia,
por la conciencia de no ser ya nada, de no tener valor.
Acá
somos los únicos que envejecen, y a veces pienso que la dignidad hace robustas
a las personas, o tal vez sea la esperanza. Los muchachos y algunos niños y
niñas son la misma cosa siempre, pero nosotros tenemos la barba larga, el
pellejo pegado a los huesos, los huesos más blanditos, los dientes se nos
empiezan a caer y junto con ellos, la esperanza de salir algún día de este mal
sueño que lleva 5 años.
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