La pala que había
resistido las embestidas de miles de cosechas y que el papá de mi abuelo la
había heredado del suyo, acababa de romperse por la mitad después de un sonido
seco como de leña que se quiebra y una chispa reventara la neblina que cubría
el cafetal. Mi abuelo, un tipo que partía peinillas pero nunca palas, reconoció
algo más en la estridencia del sonido que aún continuaba pegado en las hojas
mojadas de la montaña; “Aquí hay guaca”, dijo, y su compadre que llevaba rato
recostado contra un árbol verduzco de cara triste tratando de espantar una tos,
abrió los ojos, levantó las cejas como si dijera con su ademán “si lo dice
Herney que es el mejor de los guaqueros, entonces así es”, y afirmando mi
interpretación dijo, sin mirar a nadie después de limpiarse con el borde de un
trapo rojo que llevaba en su hombro una hebra de babas que le colgaba del
bigote, “Sí lo decís vos Herney, yo te creo”, entonces cuando Álvaro, que así
se llamaba el compadre, alzó su pala al cielo, dobló las rodillas y apretó con
los dientes el trapo con el que se acababa de limpiar las babas, y antes que el
filo le hiciera una cicatriz a la tierra, mi abuelo le gritó “¡esperá huevón,
no ves que esto por acá está rezáo!”, entonces Álvaro, como si se acordara de
una penitencia, soltó el pedazo de trapo de su boca y se devolvió dos pasos, y
al hacerlo, se enredó con un tipo de pasto alto que llaman el atrapa bobos,
entonces se fue de espaldas y por la inclinación de la montaña, siguió rodando
hasta que lo detuvo la espesura del monte varios metros abajo. Los pájaros
salían volando de los arbustos donde iba estrellándose; los perros ladraban a
los lejos, y el bus que venía cada 3 semanas reventó las distancias con un
cornetazo; “quédese aquí”, me dijo mi abuelo mientras sus ojos se movían de
arriba abajo y de abajo a los lados buscando el sitio por dónde empezar a
descender por la montaña; antes que le diera una idea, había desaparecido y
solo se podía rastrear su presencia por la vibración en la copa de los árboles
en los que se recostaba a medida que bajaba. Pasaron algunos minutos y la
quietud se hizo de nuevo en su lugar, y como un imán, mis ojos no podían
despegarse del objeto con el que la pala se había estrellado y del cual había
una esquinada asomada y que parecía más oscura que hace un momento; entonces
tomé la pala que dejó don Álvaro, y como yo no creía en estas cosas de los
viejos, empecé a cavar.
“Se
cortó con el machete”, me gritó mi abuelo, “está botando mucha sangre”, pero yo
seguía cavando, y entre más emergía en su totalidad el objeto, más ignoraba las
ampollas que a esas alturas me cubrían toda la palma de las manos; la pala se
quebró cuando descubrí la primera inscripción que decía “no”, entonces tomé el
machete y haciendo palanca empecé a quitar la tierra que rodeaba el objeto, y
en una preocupación remota por mi abuelo y don Álvaro, le grité “¿Cómo va todo,
necesita que lo ayude a subir?” -aun sabiendo que no quería bajar-, pero no
recibí respuesta y tampoco me preocupé porque mi abuelo siempre fue un sujeto
atravesado por silencios que lo sorprendían a uno en cualquier hora del día.
Seguí
raspando los pedazos de tierra con el borde filudo del machete sobre la
inscripción, y en un movimiento brusco la hoja encontró una contención, pero mi
mano siguió de largo y se estrelló contra el filo manchado por el pasto de un
machete prominente marca Pacora. La sangre se mezcló con tierra oscura y con el
sudor que me salía desde el cuerpo y me llegaba al alma; la sangre parecía café
colado. Entonces estiré la mano y quité el último trozo de tierra y vi lo que
sería mi última advertencia: “No desenterrar porque se mueren”.
Comentarios
Publicar un comentario
Tus comentarios enriquecen nuestra Biblioteca ¡Gracias por Visitarnos!