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VIII Concurso del cuento corto, MI PLAZA

Mi Plaza

En Piendamo, me enviaban a hacerle mandados a los vecinos, me encargaban recoger pepas de higuerilla para venderlas a los comerciantes del pueblo.

Cuando nos trasladamos no seguí estudiando y con razón, había pasado tres años sembrado en el sexto grado; negociando con las cocineras la exclusividad de las ollas arroceras. Cada porción la revendía a doscientos pesos en los recreos. Era tan bueno el negocio que llegue a convertirme en un “capo” del cartel del pegao en el colegio.

Luego decidí acompañar a mi tía Isaura a trabajar en la plaza de mercado. Fue muy duro al comienzo. Nos levantamos temprano, nos íbamos sin desayuno. Recuerdo mucho las cantaletas de mamá:

¡Anda a ayudar a tu tía para que traigas al menos un pan a la casa!

Y las justificaciones de mi tía:

- ¡Qué vas a cobrar! ¡Agradece que estás trabajando!

Caminábamos hasta las bodegas de carga, para llevar las cosas hasta los buses que viajaban a Cali. Siempre había tiempo para conversar con las tortilleras que aperaban sus tortillas de maíz, la carantanta y las empanadas de cambray, para vender en la ciudad. En el bus aprovechaba para completar el sueño. En la plaza, descargábamos y comenzábamos a arreglar el puesto, mi tía regaba esencias para la buena suerte. Empezábamos a acomodar las rumas de frutos. Era todo un arte el acomode y había que tener cuidado de no invadir al vecino, si no nos exponíamos a aguantar todo el día la cantaleta, el desarrume malintencionado y en casos extremos hasta la maldición del puesto. Mi tía se ausentaba y yo aprovechaba para comerme un aguacate entero. Cuando regresaba, recontaba lo vendido. Yo le entregaba y me daba ochocientos pesos para comprar café y pandebono. Mi tía me organizaba tres paquetes de frutos para ofrecerlos en la galería y restaurantes. Si vendía muy rápido ya tenía acomodados otros, yo me iba a los billares o a mirar a los culebreros que aglutinaban gente en la plaza con su palabrería sanadora. Cansado ya, regresaba al puesto, eso sí con cara de disgusto y vociferando siempre:

- Esto no lo quieren comprar ...que está muy poquito ...que si no es robado.

Mis palabras eran en vano, mi tía entre regaños y halagos me avivaba para otra ronda.

Nos daban las dos de la tarde, ella esperaba más tiempo y decía:

- No quiero llevarme nada

- Voy a hacer compras, luego almorzamos.

Cuando regresaba, la plaza estaba desierta, sólo se oía el rastrillar de las escobas.

Esperábamos el bus, lo abordábamos, ella dormía pesadamente dejando oír sus ronquidos que se confundían con pitos y el runrún del motor del carro.

Al llegar, ella compraba panes, enviaba a la casa diciendo:

- Saludes a tu mamá... llévale estos panes, nos vemos el sábado.

Pero como dicen “el que trabaja no come paja”, sucedió que un domingo no fue mi tía y viajamos con su esposo Ramiro y mi primo Javier que en paz descanse.

Ramiro era tacaño, al punto de engañarnos con jugo toda la mañana. Ese día “Dios sabe por qué hace sus cosas”, Javier, me insinuó que nos encaletáramos algunas ventas en los zapatos, mientras Ramiro iba a comprar unos encargos. Javier comentó que era de muy malas pulgas y varias veces mi tía tuvo que sacarlo de los billares donde apostaba los paquetes. Ese domingo llegue a casa sin el pan, pero con una macarela y galletas.

En adelante supe como portarme en el negocio, hasta el punto de hacerme un lugarcito al lado de mi tía para vender lo que compraba con mis “ahorros”. Todo iba viento en popa, pero Javier me pintó una venta de galletas de contrabando. Combinaba frutos con galletas, pero estas daban más ganancia; teníamos la exclusividad. Vendíamos como pan caliente donde fuésemos. Me concentré solo en las galletas. Perdí muchos clientes. Otros se dieron cuenta de los hilos del negocio. Compraron al por mayor y al poco tiempo vimos los cerros de galletas a bajo precio. Intenté por todos los medios reiniciar el negocio, pero como dicen “le cogí pereza a la vaina” y ahora estoy trabajando en una nueva modalidad de empleo: “Oficios varios para menores”





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