El día que fui a visitar a mi hijo nadie se dio cuenta. Me había ido hace un tiempo, sin previo aviso, y no charlábamos desde entonces. En muchas ocasiones pensé ir a verle, pero el sólo imaginar su mirada, encendida por el resentimiento, hacía que diera media vuelta cuando ya estaba frente al portón. Lo arruiné todo algunos años después de su boda. Dejé a mis muchachos, de los cuales él, mi José, era el mayor. Nunca me perdonaría el inesperado abandono al que sometí a su madre, una mujer como no la hubo en ninguna otra parte. Tampoco el haberme ido sin si quiera despedirme. Tomé la costumbre de caminar por el barrio en horas de la noche, cuando ya no había vecinos agolpados contra los ventanales, y de tanto cruzar las avenidas noté cómo los descampados se poblaban de edificios. Ya se habían ido los Montenegro, los Espinoza, los Guerrero. Adela, mi esposa, se mantuvo soltera hasta el día en que su corazón, agotado, decidió tomar un descanso sin retorno. Después de esto mis hijos se...