VI Concurso de Cuento Corto: YOMI

 



En las tardes, cuando ya me he cansado del oficio diario, suelo buscar un risco bien escarpado donde la brisa pueda acariciarme el rostro. Me voy hasta arriba, porque desde allá se ven los pastizales que crecen en el piedemonte. No hay prados así en mi tierra, ni árboles como los del horizonte, esos que forman pequeños bosquecillos, manchas verdosas sobre el llano. Eso no lo hay donde yo nací, allá sólo hay arena y piedras y un intenso calor. Todo aquí es tan distinto.

 

¡Vaya impresión me causó lo que llaman el mar! Llegué a este lugar en el día, maravillado con todo a mi alrededor. Me dediqué a caminar hasta la noche. Creía estar acostumbrado a la oscuridad, pero ni si quiera noté cuando el suelo se acabó. Imaginé mi cuerpo cayendo por varios segundos hasta chocar con una pared líquida. Era difícil moverme. Los ojos ardían y no podía respirar. Fui azotado contra un muro de piedra en el que clavé las uñas. Escalé el peñasco y me arrojé a dormir en una pequeña gruta. Cuando amaneció pude ver un inmenso campo ondulando con el viento y se uniéndose a lo lejos con el cielo. ¡Era agua limpia y diáfana! Tal vez por eso trepo árboles y montañas. Desde arriba todo es más bonito, diferente, no como en mi tierra.

 

Hablo mucho de árboles, pero es que los encuentro de lo más curioso. Hallé uno gigantesco hace tiempo, después de conocer el mar. Sus hojas parecían tocar las nubes. Desde arriba no sólo veía el mundo, sino que me dejaba sorprender por las alimañas revoloteando a mi alrededor. Sus alas no eran muy grandes, pero llevaban una hermosura particular como no había visto antes ¡Cuánto quisiera habérselas arrancado para yo poder volar como lo hacen mis hermanos allá de donde vengo! Pero ellos deben envidiarme cuando comen esas porquerías calcinadas que encuentran en la arena. Yo aquí me alimento con los deliciosos frutos de las ramas.

 

Un día me tropecé con una extraña criatura. Se erguía sobre dos patas igual que yo, aunque su piel era blanquecina y su nariz y orejas no eran tan grandes como las mías. Me sorprendían los dos bultos que le colgaban ahí arriba, a la altura de los brazos, como bolas que le brotaban del pecho. No tenía cola, pero no importaba. Sabía hablar y era capaz de entenderme. Eso me emocionó al punto de llegar a regalarle algunos frutos. Disfrutaba su sabor con un placer absurdo, a veces culpable, y me dijo que vendría mañana con alguien más, un nuevo amigo. Pero jamás volví a verla desde ese día.

 

Creí haberla encontrado después de tanto andar. Vi a dos criaturas muy similares. Tenían pelo en la cara y una de ellas aporreaba a la otra con algo pesado. Me acerqué para ver a la que permanecía inmóvil sobre el pastizal, pues la otra se había marchado. A este ser tampoco le brotaban cuernos de la frente como los míos o los de mis hermanos. Le hablé muchas veces, pero no me contestó. Seguía ahí, en el suelo, con los ojos cerrados, como dormido. Me llené de furia y le destrocé la cara de tanto arañarlo. Lo hice hasta que mis uñas negras se tornaron rojas.

 

A veces la sigo buscando, pero ya no me importa conocer sus razones para abandonarme. Sólo quiero verla dormir, como tantos otros que he puesto a descansar.

 

Supongo que se lo merecen por gritarme y lanzarme rocas cuando me ven. Los miro desde aquí, desde esta montaña tan alta, corriendo y saltando de un lado para el otro. Bestias así no las hay en mi tierra. Allá sólo somos mis hermanos y yo.

 

 

Comentarios