En las tardes, cuando ya me he cansado del oficio diario, suelo
buscar un risco bien escarpado donde la brisa pueda acariciarme el rostro. Me
voy hasta arriba, porque desde allá se ven los pastizales que crecen en el
piedemonte. No hay prados así en mi tierra, ni árboles como los del horizonte,
esos que forman pequeños bosquecillos, manchas verdosas sobre el llano. Eso no
lo hay donde yo nací, allá sólo hay arena y piedras y un intenso calor. Todo
aquí es tan distinto.
¡Vaya impresión me causó
lo que llaman el mar! Llegué a este lugar en el día, maravillado con todo a mi
alrededor. Me dediqué a caminar hasta la noche. Creía estar acostumbrado a la
oscuridad, pero ni si quiera noté cuando el suelo se acabó. Imaginé mi cuerpo
cayendo por varios segundos hasta chocar con una pared líquida. Era difícil
moverme. Los ojos ardían y no podía respirar. Fui azotado contra un muro de
piedra en el que clavé las uñas. Escalé el peñasco y me arrojé a dormir en una
pequeña gruta. Cuando amaneció pude ver un inmenso campo ondulando con el
viento y se uniéndose a lo lejos con el cielo. ¡Era agua limpia y diáfana! Tal
vez por eso trepo árboles y montañas. Desde arriba todo es más bonito,
diferente, no como en mi tierra.
Hablo mucho de árboles,
pero es que los encuentro de lo más curioso. Hallé uno gigantesco hace tiempo,
después de conocer el mar. Sus hojas parecían tocar las nubes. Desde arriba no
sólo veía el mundo, sino que me dejaba sorprender por las alimañas revoloteando
a mi alrededor. Sus alas no eran muy grandes, pero llevaban una hermosura
particular como no había visto antes ¡Cuánto quisiera habérselas arrancado para
yo poder volar como lo hacen mis hermanos allá de donde vengo! Pero ellos deben
envidiarme cuando comen esas porquerías calcinadas que encuentran en la arena.
Yo aquí me alimento con los deliciosos frutos de las ramas.
Un día me tropecé con una
extraña criatura. Se erguía sobre dos patas igual que yo, aunque su piel era
blanquecina y su nariz y orejas no eran tan grandes como las mías. Me
sorprendían los dos bultos que le colgaban ahí arriba, a la altura de los
brazos, como bolas que le brotaban del pecho. No tenía cola, pero no importaba.
Sabía hablar y era capaz de entenderme. Eso me emocionó al punto de llegar a
regalarle algunos frutos. Disfrutaba su sabor con un placer absurdo, a veces
culpable, y me dijo que vendría mañana con alguien más, un nuevo amigo. Pero
jamás volví a verla desde ese día.
Creí haberla encontrado
después de tanto andar. Vi a dos criaturas muy similares. Tenían pelo en la cara
y una de ellas aporreaba a la otra con algo pesado. Me acerqué para ver a la
que permanecía inmóvil sobre el pastizal, pues la otra se había marchado. A
este ser tampoco le brotaban cuernos de la frente como los míos o los de mis
hermanos. Le hablé muchas veces, pero no me contestó. Seguía ahí, en el suelo,
con los ojos cerrados, como dormido. Me llené de furia y le destrocé la cara de
tanto arañarlo. Lo hice hasta que mis uñas negras se tornaron rojas.
A veces la sigo buscando,
pero ya no me importa conocer sus razones para abandonarme. Sólo quiero verla
dormir, como tantos otros que he puesto a descansar.
Supongo que se lo merecen
por gritarme y lanzarme rocas cuando me ven. Los miro desde aquí, desde esta
montaña tan alta, corriendo y saltando de un lado para el otro. Bestias así no
las hay en mi tierra. Allá sólo somos mis hermanos y yo.
Comentarios
Publicar un comentario
Tus comentarios enriquecen nuestra Biblioteca ¡Gracias por Visitarnos!