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VI Concurso de Cuento Corto: EL VISITANTE



El día que fui a visitar a mi hijo nadie se dio cuenta. Me había ido hace un tiempo, sin previo aviso, y no charlábamos desde entonces. En muchas ocasiones pensé ir a verle, pero el sólo imaginar su mirada, encendida por el resentimiento, hacía que diera media vuelta cuando ya estaba frente al portón. Lo arruiné todo algunos años después de su boda. Dejé a mis muchachos, de los cuales él, mi José, era el mayor. Nunca me perdonaría el inesperado abandono al que sometí a su madre, una mujer como no la hubo en ninguna otra parte. Tampoco el haberme ido sin si quiera despedirme.


Tomé la costumbre de caminar por el barrio en horas de la noche, cuando ya no había vecinos agolpados contra los ventanales, y de tanto cruzar las avenidas noté cómo los descampados se poblaban de edificios. Ya se habían ido los Montenegro, los Espinoza, los Guerrero. Adela, mi esposa, se mantuvo soltera hasta el día en que su corazón, agotado, decidió tomar un descanso sin retorno. Después de esto mis hijos se fueron. Todos menos uno: mi José.


A su casa entré años después, durante la madrugada. Ya no era el mísero espacio sofocante donde antaño vivíamos nueve personas, sino una extensa residencia de muros blanquecinos. Un cálido soplo se colaba entre mis harapos. El frío, atenazado a la piel desde mi partida, desapareció en ese instante. Avancé por los pasillos. A cada tramo, cuando me topaba con una puerta, la sensación de compañía me hacía saber que ahí dentro, aovillado, dormía el cuerpo de José y su esposa o de uno de mis nietos.


Al cruzar un patio atiborrado de matas, como un bosquecillo doméstico, llegué al comedor. Frente a la mesa descubrí el reflejo de varios portarretratos que colgaban a lo ancho de una pared. En ellos veía los rostros de mis hijos menores en sus ceremonias de grado, en sus bodas y fiestas donde el padre no aparecía. Pasé la mirada hacia el lado derecho. Vi a dos niños abrazados, uno más grande que el otro. Parecían sonreírme. Cuanto más me acercaba a la imagen más cuenta me daba del parentesco entre sus ojos y los de José. Eran mis nietos, quienes hoy estaban viviendo la adolescencia sin un abuelo que los aconsejase. Traté de contener las lágrimas que empezaban a brotar, pero estas escaparon al ver el retrato más grande, el cual se sostenía sobre los demás. Allí, a blanco y negro, se dibujaba la adusta figura de un hombre. Abajo, en el marco, una inscripción mostraba dos fechas separadas entre sí. Vi junto a ellas mi nombre y dos breves líneas donde se leía Padre amado. Siempre en nuestro corazón.


Regresé a la sala de entrada, acongojado, mientras trataba de recordar el último día. Asomado a la cortina, aún de madrugada, creí ver las calles como los senderos de tierra que fueron el día de nuestra llegada. La pequeña tienda de don Juan en el frente, los arboles de caucho, imponentes, posados en las orillas del río. Ya nada de eso existía, y por eso debía marcharme. Quise atravesar la puerta, abandonándolo toda una vez más, pero me sentí invadido nuevamente por el calor de aquel hogar. Comprendí entonces el valor de lo que dejaba tras mis espaldas y, dando media vuelta, pude apreciar por última vez a mi hijo, quien permanecía de pie, atónito, en el pasillo intermedio. La luz de la luna, colándose por los ventanales, dilucidaba la figura de un hombre indefenso, con mirada de niño bajo los lentes vetustos, de cabellos plateados. Una lagrima se deslizaba por su mejilla arrugada.


Hace unos años, José había superado la edad que tuve el día de mi muerte. Pero al apretarlo entre mis brazos pude sentir la figura del muchachito de rodillas coloradas. Un pequeño cuerpecito como el de antes. Veía sus ojos, congestionados, y advertía el parecido entre nosotros, la similitud brindada por el paso del tiempo. Lloramos juntos, abrazándonos sin querer los brazos soltarse. Hallé el regocijo en los breves y quebradizos susurros de mi hijo: Te amo, papá. Adivine, entonces, que el momento de descansar había por fin llegado.


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