Como
en todas las mañanas, el abuelo se levanta a recibir los derretidos rayos del
sol que se cuelan por la ventana.
El
pueblo, que se ve a través del sucio cristal, se extiende como un arrugado velo
que bordea los caminos de tierra caliente.
En
el alféizar descansa un ajado de flores blancas, y al lado, en la mesita de
noche, una fotografía de la abuela sosteniendo las mismas flores a la altura
del pecho. No era una mañana cualquiera.
El
calor hierve sofocante y me adentro a la bañera con el abuelo. Me limpia la
espalda con mis calzoncillos viejos. El agua se hace espuma. El agua está
caliente, y el borde de la bañera está amarilla. Salgo de la bañera, me seco y
me visto.
La
casa está bañada con fotografías. Entre ellas, la del abuelo con su ancha
cabeza inclinada, mangas de camisa, regla de pulgadas en la mano y el lápiz en
la oreja. Tan solo verlo inmerso, poseído en sí mismo con el trabajo de la
madera, llega a mí la tranquilidad y la sencillez del perfumado olor del roble
y el cedro.
En
una de ellas está mi padre tomando el tetero sobre una silla más grande que él.
En su cabeza, un sombrero de vaquero.
En
la foto de al lado, mi madre abrazando a la abuela. Las dos sobre el húmedo
espejismo del suelo causado por las aguas de las lluvias. Se les veía muy
contentas.
En
otra foto congelados los tres. Ahí mi madre tenía rasgos afilados y duros; mi
padre, al borde del río, ayudándome a tender la caña hacia los peces
escondidos.
Solíamos
pescar juntos, envueltos en el sutil delito de cazar al pez en el estremecedor
silencio. Pescar nos unía en su exquisitez, dulzura, reflexión y desesperación.
Sentados sobre cálidas rocas, nos amábamos bajo las aguas tiernas y frías. Más
cuando pasaban sus manos sobre mi cuerpo. O eso era lo que ellos me decían.
Pues mi padre solía hacerlo diciéndome que me quería, mientras me tocaba la
entrepierna
Al
ver todas las fotos, mi corazón empieza a sudar hielo. No siento la misma
armonía de aquellos memorables días. Siento que mi pecho se abre como un
agujero negro que al final se tragará todo mi cuerpo.
Toda
la sala está fría. Las caras están tiesas como las duras rocas. Las moscas verdes
y babosas generan un incómodo ruido al sobrevolar cabezas decaídas. Los
invitados manotean para ahuyentarlas.
Desde
que tengo memoria, mi madre me llevaba al jardín a recoger muchas flores. El
pasto era de un color verde brillante. Las hojas de los árboles siempre estaban
agujereadas como coladores. Mi madre me tiraba al pasto y me decía que me
amaba. Un día, se ensalivó los dedos y los introdujo muy suavemente. Me susurró
que no gritase, mientras cantaba la canción de la abeja.
Cuando
esto sucedía, yo apretaba muy fuerte mis labios. De mi boca salían quejidos de
dolor. A veces se me salía el ritmo de la canción para ver si alguna abeja
llegaba, pero no se veía ninguna a los varios metros a la redonda. Un día el
abuelo nos vio.
El
mundo debió haber sido bello antes de que yo existiera. Mi mamá al ver al
abuelo se enmudeció. Yo rompí a llorar. La cabeza me dolía porque mi cuerpo
ardía y palpitaba. El jardín entero daba vueltas. El abuelo gigantesco hundió
su codo en el ojo de mi madre.
Espero
algún día volver a estar con ellos, a dormir sin miedo sobre las hojas secas.
Es la esperanza que tengo, aunque la abuela y el abuelo en este momento empacan
para irnos del pueblo. Los vecinos son los que nos ayudan.
Apoyado
en la ventanilla de la camioneta, veo al borde de la carretera a las vacas y a
las casas que pasan y que se difuminan lentamente. El aire se torna extraño, y
lloro porque no soporto mi odio ni de los otros, porque mi vida no volverá a
ser jamás igual.
El
sol cae detrás del cerro y se le devora su cálida luz. El pueblo ahora está
hundido en azul.
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