Azul
Imaginé
mi
casa
de
la
mayor
parte
de
mi
infancia.
Recordé la
pintura
azul
que
se
compraba
cada
año
para
pintar
la
fachada.
Ese
azul
cielo,
que
al
plasmarse
terminaba
acompañado
de
una
franja
de
pintura
blanca
en
la
parte
baja
de
la
pared.
En
mi
mente
se
abren
millones
de
escenas
repetidas
en
una,
entraba
por
la
puerta
blanca
y
justo
a
la
derecha,
estaba
mi
cuarto
(mejor,
mi
cueva)
en
el
que
habían
dos
cuartitos
diseñados
para
dos
baños
que
a
la
final
resultaron
ser
los
huecos
de
los
checheres
y
objetos
que
en
algún
momento
se
"iban
a
utilizar"
pero
que
en
realidad
solo
servían
para
llenar
ese
espacio
pequeño,
sin
luz,
y
sin
puerta.
Uno
de
los
dos
huecos
más
tarde
representaría
para
mí
el
sitio
ideal
para
crear
escenarios
en
mis
juegos.
Andrés,
había
dado
por
perdido
todo
ese
pedazo
de
mi
vida,
pero
ha
vuelto
con
tu
llegada
a
mi
memoria,
otra
vez.
La
entrada
repetida
a
esa
casa
es
como
ese
cinco
de
mayo
donde escaneaste
mi
pasado
y
prometiste
decírmelo
todo
(nunca
supe
que
era
ese
todo)
pero...
no
estoy
escribiendo
de
ti,
te
estoy
escribiendo
a
ti,
sobre
mi
casa,
así
que
continuaré.
Imagínate
Andrés,
frente
de
mi
cuarto
estaba
la
sala;
allí
se
encontraba
una
grabadora
que
tenía
una
especie
de
láser
que
parpadeaba
todo
el
día.
En
mis
noches
de
fiebre
alta
y
alucinaciones
era
mi
mayor
enemigo,
no
sabes
lo
difícil
que
es
tratar
de
escapar
por
la
puerta
cuando
te
observa
un
punto
rojo
que
no
para
de
titilar
y
decir:
sé
que
estás
ahí.
Además
de
ser
de
por
sí
complicado
debido
a
la
fiebre.
Al
otro
lado
de
la
sala
estaba
el
cuarto
de
mis
abuelos,
allí,
de
manera
segura,
podía
encontrar
las
llaves
de
la
casa
cuando
me
dejaban
encerrada
para
que:
“nadie
me
robara"
o
pudiera
estar
segura
en
caso
de
que
"la
guerrilla
se
volviera
a
entrar
al
pueblo".
Yo
no
me
salía
de
la
casa,
joven
Andrés.
Sólo
encontraba
las
llaves
para
dejar
que
mis
vecinos
infantes
entraran y pudiéramos
jugar,
pero
nunca
deje
entrar
ni
a
la
guerrilla
ni
a
los
ladrones.
Eso
es
seguro.
La
cocina
quedaba
en
la
parte
trasera,
justo
frente
a
los
baños
donde
la
araña
salvaje
me
atacó
una
madrugada
en
la
que
no
había
luz,
¿será
que
recuerdas
esa
historia?
Luego
seguía
el
patio,
lleno
de
pasto
y
gallos
y
conejos
y
a
veces
con
muchos
bultos
de
papa,
o
maíz
que
mi
abuelo
guardaba
para
vender
al
otro
día
en
la
plaza.
Me
parece
algo
peculiar
el
patio,
tenía
funciones
extraordinarias;
entre
esas,
comunicarnos
los
chismes
de
los
patios
vecinos
y
tener
un
hueco
inmenso
en
uno
de
los
límites
en
caso
de
que,
al
que
no
pudiera
entrar
por
la
puerta
a
mi
casa,
lo
podían
hacer
por
allí.
Lo
maluco
fue
cuando
se
salieron
las
gallinas
y
nos
tocó
perseguirlas
como
locos.
Si
tú
vieras
Andrés,
estoy
segura
que
hubieras
sido
uno
de
los
más
entretenidos
en
dicha
tarea.
Allí
fue
donde
enterré
a
todas
mis
mascotas
con
el
ritual
más
sagrado
y
con
un
discurso
salido
del
alma.
Luego
me
enteré
que
las
mismas
gallinas
desenterraban
los
cuerpos
y
mi
abuela
debía
votarlos
al basurero.
Eso
fue
más
doloroso
que
cuando
te
vi
con
ella,
pero
entierro
es
entierro.
En
esa
casa
viví
más
de
diez
años,
Andrés.
Luego
la
vendieron,
la
lavaron,
pusieron
baldosa
al
patio,
pintaron
todo:
las
marcas
de
mi
estatura,
los
rasguños
del
perro,
mis
intentos
artísticos
hechos
en
mi
cuarto;
cerraron
mi
hueco,
el
color
azul
se
fue.
¿Recuerdas
cuando hablábamos
de
los
espacios
vitales
y
la
marca
que
dejan
en
nuestra
identidad?
Mi
casa
ya
no
era
esa.
No
era
azul
y
ya
no
estaban
todos
los
elementos
que
la
hacían
mía.
Ahora
solo
es
una
casa
conocida,
ya
no
es
azul
ni
mía,
solo
es
azul
en
mi
mente,
como
vos.
Mg.
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