LOS
ÚLTIMOS DÍAS
DE DIANITA
Probando:
uno, dos, tres. Sonido.
De antemano le digo
que no va a aprender nada. Si es eso lo que pretende escuchando esto,
solo va a terminar decepcionándose. No es que ese sea el propósito:
¿A qué payaso no le gusta que le roben los chistes? Pero yo no sé
enseñar. En el mejor de los casos, se olvidará de algo y no se va a
poder acordar qué.
(Alguien tose.)
Alguien… siempre…
tose.
Tampoco crea que va
a perder el tiempo. Perderlo es una forma de invertirlo: lo dicen los
grandes multimillonarios. Equivocarse es
acertar. Los multimillonarios chinos,
por lo menos. Esa gente tiene algo en la cabeza que la hace caminar
en las manos, en línea recta, y sin esfuerzo. Yo soy diferente.
A mí me cuesta
hasta la más cotidiana actividad: El café me queda aguado, claro…
como perfume francés;
mi bicicleta tiene más kilometraje que mi ex, porque la gasolina me
queda muy cara; soy un hijueputa malhablado; y digo que soy miope
solo para cubrirme la cara con unos lentes gruesos que disimulen mi
fealdad.
“¡Ay,
pobrecito!”
Nada, la lástima
désela a la gente que se la merece. Yo lo que inspiro es fastidio:
¡Gas ése tipo!
No por cochino o falso, ni más faltaba. Si no le convenzo
todavía, solo vea mi billetera: limpia, pulcra, virgen; o véame
pidiéndole plazo al dueño del aparta-estudio donde me apretujo.
Si viera,
don Edward, lo que
pasa es que mi…
perro tiene
cáncer… gato
tiene cálculos renales…
esposa mantiene a un
mocito.
Todo eso es verdad,
a propósito, excepto lo de la esposa; en realidad, ya no la tengo. Y
no era mi esposa, era solo Dianita. Las
mujeres más bonitas siempre se llaman Diana, sí, como el arroz.
Lástima haberla conocido en sus últimos días.
Dianita se acostaba
a las diez de la noche después de leer novelas románticas
distópicas. Antes, se merecía un baño sin tina pero, eso sí, con
agua tibia. Antes, engullía con timidez algún sobrado de una cena
pasada. Antes, se esculpía en el gimnasio, donde pulía todo menos
su rostro, porque eso lo había heredado hermoso; lo demás no estaba
mal, pero ella había nacido tauro testaruda y sin remedio. Antes de
eso volvía a casa en bus, donde solo estaba a sus anchas cuando
faltaba el pillo aventurero manisuelto de todos los días. Antes de
eso reposaba la cabezade las clases difíciles, mendigando
tranquilidad en algún pasillo recóndito, o se veía con algún
chico anónimo que la miraba como ella no quería mirarlo, para
equilibrar la miseria de él y la suya. Antes, decidía mejor no
almorzar. Antes, domesticaba sus ganas de mandar todo a la mierda e
irse de mochilera andina, con cierta melancolía, sin embargo, por no
poder quitarle a su sueño idílico el sobreuso y estigma ajenos.
Antes, maquillaba su gesto de ya-llegó-ésta-momia
pellizcándole una sonrisa al profesor de Cálculo. Antes, paraba
el mismo bus atestado de más tarde; el calendario le recordaba que
era físicamente imposible cursar cuatro semestres simultáneamente;
la hora le avisaba que le pisaba los talones… Y, antes de todo eso,
el sol le anunciaba en el rostro que se le había acabado la fiesta
onírica:
“Bienvenida al
mundo real, Dianita”, parecía susurrarle, ácido y sinuoso,
mientras le acariciaba la piel pálida.
Perdón,
me dejé llevar.
(Silencio.)
Así habían sido
sus últimos días, hasta que me conoció.
Al principio me
rechazó tan duro que casi me extingue de un bufido. Pero a mí la
Labia de Babel me llega al cielo. Le salí en cada distracción, con
la guardia baja, porque era cuando más susto le daba. La contemplé
perder el hilo de los labios, tropezarse sin moverse, congelarse sin
sentirse, hasta que ya no pudo conmigo: Yo estaba en todas partes y a
todas horas, me escurría bajo sus sábanas en la noche y sobre su
piel en la ducha. Dianita dejó de estudiar, de comer y de vivir
tranquila. Cuando pensó que durmiendo me sacaba el cuerpo, empezó a
soñar conmigo. Y eso fue lo último que supe de ella.
Lo último
que supe de Dianita fue que
amaneció siendo yo.
(Risas.)
Alguien… siempre…
ríe.
Joal Toza
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