En
la
orilla
Imagina
que un
día
tomas
tu
moto,
atas
un
cajón
a la
parrilla,
compras
algunos
objetos
de
uso
diario
y
recorres
las
quintas
del
lago
Calima
para
probar
suerte
con
los
agregados.
Eres
tan
confiado
como
un
niño
y no
tienes
problema
para
hacerte
amigo
de
tus
clientes,
que
ahora
vendes
ropa,
zapatos,
perfumes
y
cosas
como
esas
para
ahorrarles
el
viaje
al
pueblo
más
cercano
o
a
la
capital.
También
haces
trueques
por
frutas,
animales
o por
cualquier
objeto
peculiar
que
los
patrones
ya
no
usan,
como
palos
de
golf
gastados.
Pasado
un
tiempo,
contratas
a un
muchachito
para
que
lleve
tus
cuentas.
Entonces,
en
algún
momento,
después
de
explorar
cada
camino
a tu
paso,
de
subida
por la
cordillera
sin
perder
de
vista
el
lago
en
ningún
momento,
y de
bajada
por
los
senderos
que
se
ramifican
en
las
quintas
exuberantes
y
conducen
hacia
algún
puerto
apacible,
sucumbes
al
encanto
del
paisaje
y
encuentras
un lugar
tranquilo
para
volver
el
fin de
semana
a
pescar
con
los niños.
Así
trabajaba
mi
papá,
algo
que
ni
siquiera
se
tomaba
muy
en
serio;
para
él
se
trataba
de una
aventura,
de un
descubrimiento
constante
porque
nunca
dejó
de
jugar
y
yo
creo
que
por
eso
decidió
trabajar
así
y
no le
iba
mal.
Pero
su
plan
no
se
iba
a
llevar
a
cabo.
Ahora
todo
es
diferente
porque
ya
no
vives
con
tus
hijos,
que no
entienden
por
qué
los
adultos
hacen
lo
que
hacen
y
prefieren
esperar
y
quedarse
ese
domingo
junto
a
su
mamá.
Entonces,
te
pones
de
acuerdo
con
el
muchacho
que te
acompaña,
y
este
lleva
a
un
joven,
que
va
en
su
moto,
y
salen
del
pueblo.
Todavía
no
entiendo
esa
costumbre
de
andar
con
un
muchachito
de
acá
para
allá,
como
si
fuera
un
caballero
con
su
escudero.
¿Recuerdas
que
te
dije
que
de
pequeño
mi
papá
había
pensado
ser
cura?
A
veces
pienso
que
debió
hacerlo
y
quedarse
tranquilo
en
una
iglesia,
rodeado
de
monaguillos,
pero
luego
me
arrepiento
y no
quiero
pensar
más
en
el
asunto.
Él
no
podría
estar
encerrado;
no
me
lo
imagino
sino
en
su
moto
de
un
lado
a
otro
con
la
mercancía
y su
muchacho,
disfrutando
de
la libertad
y
del
aire
frío.
Apenas
recuerdo
esos
tiempos
cuando
nos
llevaba
a pescar.
No
hacíamos
más
que
poner
una
carnada
tras
otra
y
quedarnos
callados
cuando
trataba
de
adivinar
a
qué
pajarito
correspondía
el
canto
que
escuchábamos;
cuando
daba
las
gracias
a Dios
por el
lugar
tan bonito
en
el
que
nos
había
reunido.
Luego,
no
aguantábamos
la
risa
y lo
sacábamos
de
su
ensoñación,
burlándonos
de
su
aire
solemne.
Pero
a
él
no
le
importaba
y
nos
seguía
el
juego.
Siempre
esperábamos
que
saliera
con
una
de
sus
ocurrencias
y
payasadas
y
se
nos
pasara
el
día
riéndonos.
Pero
en
ese
momento
no
estábamos
para
juegos,
yo
no
y me
hermano
me siguió.
Bien,
a
media tarde
de domingo,
estás
sentado
en
un
recodo
del
lago,
bajo
la
sombra
de
muchos
árboles,
que
se
reflejan
en
la
superficie
como
si
un
bosque
saliera
del
agua
o se
dibujara
un
cuadro
entre
este
mundo
y otro
y
pareciera
que
te
rodea
o
te
llama
y te
absorbe
con
el
ruido
del
viento
que
pasa
entre
las
hojas.
A
esa
hora
no se
escucha
más
que
el
follaje
arrullador
y una
que
otra
lancha
que
pasa
lejos
y
distorsiona
la
imagen
de
las
ramas
en
el
agua.
A
él
le
gustaban
mucho
los
paisajes,
por
eso
me
lo
imagino
con
la
vara
a
un
lado,
concentrado
en
el
reflejo
del
bosque,
en
el
sol
que
hace
brillar
el
agua
en
el
horizonte,
como
lucesitas,
mirando
la
sombra
de
las
nubes
que
pasan
lentamente
sobre
las
montañas
al
otro
lado,
sin
importarle
si
pescaba
algo
o
no.
Esa
tarde
estaría
tan
concentrado
en
lo
que
veía,
sin
darse
cuenta
de
lo
que
hacían
los
muchachos,
tal
vez
extrañándonos,
recordando nuestras
las
tardes
de
pesca,
que
a
lo
mejor
ni
siquiera
habrá
sentido
la
proximidad
de sus
pasos.
Ojalá
no
lo
haya
sospechado
ni
sentido
nada.
Yo
creo
que
no;
con
lo
elevado
que
era…
Augusto
César
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