El
camino
Caminaba
yo por un callejón de esos que llaman sin salida. No percibí el
final de la calle por andar caris bajo pensando en las tremendas
desilusiones que había vivido. Choqué de frente contra un muro y
caí al piso casi de inmediato. Me levanté un poco sorprendido y
continué caminando de vuelta hacia mi hogar. Algunas personas me
miraban extraño y yo les hacía gestos obscenos para que dejaran de
mirarme. Quizás estaba tan borracho que ni yo mismo me percataba de
mi estado. Llegué a mi casa pero no había nadie. Apagué una vela
que se había quedado encendida y vi la televisión. Las mismas
noticias de siempre, los mismos héroes de cada día, las mismas
víctimas que se lanzaban hacia la cámara como queriendo estar vivas
para contar su tragedia, los niños abandonados que ni sonriendo
podían ocultar la tristeza, el presentador encorbatado pensando en
si a esa hora su hijo estaría drogándose, el anciano tranquilo en
su playa de 1000 años, viendo el mar y el final del horizonte: en
realidad el pobre anciano miraba el final de su existencia.
Me
quedé dormido y me desperté entrada la noche. Como nadie llegó a
la casa, subí a mi cuarto. Vi a mi esposa acostada y me sorprendí
de no haberme percatado a qué horas había entrado. Tal vez me miró
en el sofá dormido y no quiso despertarme. Me acosté a su lado y
abrí el viejo libro que nunca había podido terminar de leer. Releí
las primeras páginas; la historia me conmovió; las letras se
hicieron palabras y las palabras páginas, así llegué hasta el fin.
Un final de esos predecibles y poco acogedores. Me sentía demasiado
cansado, no pude dormir muy bien pero aún así me levanté temprano.
Mi esposa ya no estaba. Al asomarme por la ventana, la vi que
caminaba sola con la cartera que nunca solía usar; era el regalo de
su padre que se había quedado archivado para siempre. Decidí
alcanzarla para acompañarla, quizás necesitase ayuda con las
compras o con los refrigerios de los niños.
Caminó
muy a prisa y me costaba alcanzarla, cruzó la avenida sin mirar
mucho los carros y continuó su camino a las afueras del barrio. Me
comencé a sentir más y más cansado, ya no sabía hacia donde se
dirigía pero continué persiguiéndola, le grité con los pocos
ánimos que me quedaban para ver si me miraba y lograr así que se
detuviese. Fue inútil. Crucé la avenida como pude. Salté hacia la
acera para evadir el tráfico. Mi esposa aminoró su marcha y se
detuvo en un parque que jamás conocí. Me sentí muy mal al ver que
en ese parque se encontró con un hombre que la abrazó y la besó.
La besó apasionadamente mientras yo los miraba desde el borde de un
poste de energía. Se marcharon juntos y más adelante vi a los niños
corretear. Lo único que puede hacer fue seguirla. Llegaron los 4
hasta un lugar grande, solitario y bonito. En ese momento, no aguanté
la ira y corrí hacia donde estaban los dos abrazados. Me acerqué
para ver si mi esposa se impresionaba al verme. Con ira, grité su
nombre para que me mirara.
Estaba
agachada con una botella de agua y un trapo rojo limpiando una lápida
que tenía mi nombre. Aquel hombre la abrazaba y le ayudaba a
limpiar.
Me
alejé de allí consternado, di vueltas por la ciudad hasta que me
encontré en uno de esos callejones que llaman sin salida. No percibí
el final de la calle por andar caris bajo pensando en las tremendas
desilusiones que había vivido. Choqué de frente contra un muro y
caí al piso casi de inmediato. Me levanté un poco sorprendido y
continué caminando de vuelta hacia mi hogar.
Comentarios
Publicar un comentario
Tus comentarios enriquecen nuestra Biblioteca ¡Gracias por Visitarnos!