Oficios
fluidos
Ars
La
señora H entró cuando ella empezaba apenas a lavar un plato. No fue
sino que se largara a hablar, para que empezara a restregar, con unas
ganas de sacar hasta lo más mínimo, de dejarlo limpio y sin una
mancha ni una historia que contar. Pero lo malo con los platos es
eso: que apenas se toca la superficie. Y así salió la señora,
mientras el plato empezaba a escurrirse, y ella quedó como con una
expresión de fracaso, de que le faltó más.
Estuvo
unos minutos mirando el fondo de un pocillo, lleno de agua jabonosa.
Y entre la espuma se alcanzaba a ver un color negro, ligero, que
podría haber sido una premonición, una advertencia. Pero era solo
café... solo eso. Su mano libre se apuró a agarrarlo apenas oyó la
puerta abrirse y la otra le plantó encima la esponja tan pronto la
alcanzaron las primeras palabras que surgieron de la puerta. Y así
escuchó, mientras limpiaba el pocillo, embebida, y raspaba las
viejas manchas negras que se aferraban al fondo y que habían hecho
casa en él. Y así sacó todo lo que pudo y una vez más volvió a
quedar sola y el pocillo fue a dar, boca abajo, en el escurridor.
Entró
por último la señora N, que no era visitante asidua de esa cocina
(el calor solía causarle desmayos) y que, sin embargo, no
menospreciaba una buena charla y disfrutaba dar rienda suelta a la
lengua con la vieja sirvienta. Y así, tan pronto murió la
cordialidad del saludo y se elevó la confianza y el secretismo,
empezaron a volar platos y vasos hasta el escurridor. Restregaba como
si no hubiera un mañana y extendía lo máximo posible la limpieza
de las ollas. Antes de que pudiera notarlo había terminado y se
mantenía jadeante, emocionada, a un lado de la poceta, y los
chismes, ya lavados, se despedían mientras atravesaban el umbral.
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