Performance
Así
lo ven a uno todo el día, a duras penas moviendo un poro para dejar
salir una gota de agua y refrescarse, o moviendo un brazo aletargado
un poco más a la derecha. Y no habría problema si tan solo nos
miraran con ojos vacíos, como si no existiéramos. Pero no, nos
miran con esa superioridad marcada y ese odio y ese amor y qué
conflicto el que cargan, que les arruga la frente desde jovencitos y
los tiene frunciendo el ceño, con las cejas ya cansadas. Y nosotros
que les devolvemos la mirada, con algo entre temor y orgullo, y quién
sabe qué pensarán cuando nos ven así, tan altaneros; quizá
aguantan la respiración y por unos segundos se ven más oscuros, más
imponentes, y nada más nos queda admirarlos y encogernos. Y en esos
instantes, es como si el aire se volviera más tenso y nuestro propio
aliento nos sofocara. Y vaya que es un alivio cuando, tranquilamente,
ellos vuelven a abrir la boca y todo es más ligero y más cálido,
porque es como si su sombra se quitara de encima de nosotros, aunque
ellos no han dado un paso y nosotros sí. Y a veces pienso que es por
eso que nos odian, porque avanzamos y cambiamos y ellos ven siempre
lo mismo o ya no ven y no han hecho nada; fuimos nosotros los que los
volvimos así. Y alguna cosa se dicen entre ellos, en un murmullo
ininteligible, y se agitan con más fuerza, como mimos. Pero sus
rostros pintados no cambian de expresión y eso que les adorna la
cara, como una corona o un sombrero, se mantiene firme ahí, como
pegado.
Y
por alguna razón, nosotros les arrojamos algo por accidente: una
moneda, un vaso o un aguacero. Pero antes de acercarnos a recogerlo,
vemos cómo nos miran y nos aborda una pereza (o un miedo) y nos
arrepentimos de levantarlo y echarlo donde pertenece, y el odio solo
crece en sus marrones ojos. Y cómo no, si los acabamos de ensuciar.
Antes debería sorprendernos la fiereza con la que nos soportan.
Pobres árboles, mártires del hombre.
Ars
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