La
historia que nunca fue
W.
Hepburn
Frente
a la ventana miraba el remolinar de las nubes en lo alto, en su mente
trazaba las letras, miles a ella llegaban y ninguna se quedaba. Era
la historia de un caballero y una doncella, era la leyenda de un
guerrero, era el mito de un reino sin rey y sin reinado, era el
cuento de dos hermanos, era la fábula de un reencuentro, era la
comedia de una tierra sin complicaciones y preguntas, era la tragedia
de un mago solitario, era la aventura de un viajero que nunca
embarcó.
Su
lápiz no se movía, y al hacerlo sobre la hoja ennegrecida por el
polvo y curtida por el tiempo, solo recibía endebles garabatos
ilegibles. Una vez más, ante la mirada desaprobadora del escribano,
su mano arrugó con desprecio el papel y le arrojó al vacío junto
con un millón de ideas jamás escritas.
Respiró
hondo y puso otra hoja sobre el mesón, con la profecía de que sería
el próximo pergamino de un relato clásico.
La
música del tocadiscos con las melodías de Chopin, silenciaba el
silencio agobiante que hacia al dueño de la pluma percibir su
respiración y el palpitar de un corazón con ganas de vivir. El
final de los mundos, la historia de los últimos días, un pueblo que
tentó el futuro, la prosa de aquello que no decimos, la rima de la
vida que nos carcome, el fulgor de un primer abrazo, de la dulzura de
un beso, de la armonía del viento, de la melodía de la lluvia, de
unas campanas que suenan, las risas de un niño y un anciano, la
anécdota que nunca muere, la oda a la hermosura, sobre un canto de
lo bello que es vivir, sentir y ver. Es, la novela de las estrellas
que iluminan la noche, son las frases, son las alas de una pasión
que no llega mil veces.
Son
las líneas dictadas y a su vez tachadas. Es el acontecimiento que
explota en el interior de un artista que escucha el coro y los
telones ¡dar paso a su obra!, … y entonces, es la música la que
deja de sonar.
-
¡Eureka! -grita a los cuatro vientos.
El
lápiz se levanta, la hoja sin escrito vuela por la ventana ante el
júbilo de aquella alma. Siente como el fuego le invade. Quiere
contarla, que de norte a sur retumbe, de oriente a occidente se
gocen. Desciende por los cientos de escalones, nadie impide su paso,
parece volar hasta las grandes compuertas, y al cruzar, ve las calles
transitadas, agobiadas de entretenidos pasantes.
No
hace más que buscar, camina entre ellos y no encuentra; con su pluma
empuñada, cree que existe ser en la faz de su mundo quien le pueda
interesar. No se detiene, caminó y caminó entre esa masa de seres
interconectados, de semblante neutro, desconectados de sus pasos y su
entorno, ausentes del brillo de la luz del sol o la luna en sus
pupilas entenebrecidas por la fulminación de una pantalla; recorrió
cada pulgada y vislumbró otra historia, una que atemorizaba y
oscurecía a la primera, a la ya imaginada, una que se prometió no
escribir o detallar.
Bajó
su mirada. Guardó sus manos en los bolsillos, almacenando la idea de
que, en algún lugar de todo este globo, alguien leería aquellas
páginas que llenaría a la vista del cielo, en el remanso de su
habitación en las alturas, esperando; esperando y anhelando poder
ser visto, de que pudieran
escucharle.
Tomó su silla, sus ojos se convirtieron en el espejo del crepúsculo
y los arreboles, asentó su pluma en expectación de esa historia,
aquella historia que nadie más descubriría entre los mortales, una
hecha para la eternidad, de esos que ven el transcurrir de las eras y
los siglos, vigilantes desde las alturas a esos pasajeros, envidiando
a esos extraños de los que un día formó parte.
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