Alpargatas soleadas
Por: Hilda
Los caminos
empedrados eran la guía viva hacia su sepulcro. Y es que su recuerdo
no puede seguir posándose sobre mi cabeza. Las piedras tienen que
ser su compañía y su abandono. Mi mente dejará su recuerdo en cada
piedra acariciada, besada y aplastada por mi cuerpo abandonado por el
suyo.
Sólo soy retazos
andantes, un cuerpo hecho de roces y besos que no volverán. Pero lo
odio, porque no me amó lo suficiente como para llevarme con él. No
le importó dejarme aquí, a la intemperie, a la buena de una vida
que ya no tiene rumbo, sólo el camino de piedras que me llevan a su
tumba.
Mis alpargatas de
cabuya ya se estaban calentando por el sol. Eran muy baratas para ser
buenas. Él usaba zapatos de cuero fino, color negro profundo, negro
noche. Jamás compré zapatos con él, su complicado y fino gusto por
la calidad me obligaba a desistir por mi bolsillo, que no estaba a su
altura. Con su gesto, elocuente y fascinante, me miraba con desdén
cuando me lo encontraba por la calle y me veía usando mis
alpargatas. Eran color sol ardiente.
Una noche lo soñé
besándose con la luna. Yo estaba en el primer piso de una hacienda.
Caminaba descalza, con un vestido blanco, suelto; se meneaba con el
aire atrevido que se escabullía por debajo. A cada paso rozaba con
mis dedos las hojas de las plantas colgadas a contraluz de las
estrellas. Silenciosa, las palmas de mis pies se ensuciaban con
ternura al posarse sobre las baldosas. Veo en una esquina una puerta
oscura que me invitaba a ser invadida. Con gusto acepté y la perilla
de madera me enterró sus astillas. Quizá era una advertencia a mi
curiosidad, pero mi estupidez fue más inteligente y me convenció.
Entré y un aire
gélido me erizó cada vello de mi rostro. La oscuridad me lamió la
espalda y el terror me estremeció. Él estaba ahí, plácido,
cínico, con la luna encima suyo. Le besaba cada cráter, rozaba cada
hoyo, apretaba su cuerpo duro. Él ni siquiera me vio. Sólo estuve
ahí, parada, petrificada. Di dos pasos silenciosos hacia su cuerpo
sudado y hermoso. Y la histeria me cubrió con su manto al ver el sol
escondido debajo de su cama. Grité como nunca, mis cabellos se
cayeron en pedazos al suelo, mi cuerpo se desmoronó en cubos que se
extendieron por toda la habitación. Si lo soñé fue porque él lo
hizo.
Jamás lo perdoné.
Él jamás me pidió disculpas. Alegó de que todo era una invención
mía. Lo que siempre fue una invención era nuestro amor, él existía
en mí por una invención, un pacto invisible de dos cuerpos que se
adoran mutuamente. Pero él ya no me adoraba. Sólo era santa en días
de carnaval.
En
este día tan soleado, tan monótono, no tengo nada más que caminar
hacia su tumba. Unos cactus
son mi compañía.
Son como yo, atemorizados, defensivos, inertes. Y ahí estaba: Mario
Vergara Villamil. Esa piedra contiene todo lo que algún día amé.
Me inclino sobre su lápida y me despojo de mi ropa, de mis
alpargatas para que se asen con el sol. Ahí le dejo todo lo que
siempre odió de mí, y ahí le entrego todo lo que di de mí por él.
No quiero ser más un entramado de su ego, no quiero ser más un
objeto finito de su deseo inacabable. ¿Aún me deseas Mario?¿Aun
estando muerto? Pues yo sí, que mi cuerpo sea tu última
satisfacción antes de que tu alma cruce la puerta blanca hacia el
más allá.
Después de amarlo,
hasta que mi cuerpo cayó en tanta decadencia, me recosté sobre el
piso de piedra, a aplastar mi cuerpo para que lo bese el sol y me
evapore la carne.
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