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Concurso de Cuento corto: La Paz se hace letra 20.17: Alpargatas soleadas





Alpargatas soleadas
                                                                                                                                                                                                  Por: Hilda

Los caminos empedrados eran la guía viva hacia su sepulcro. Y es que su recuerdo no puede seguir posándose sobre mi cabeza. Las piedras tienen que ser su compañía y su abandono. Mi mente dejará su recuerdo en cada piedra acariciada, besada y aplastada por mi cuerpo abandonado por el suyo.

Sólo soy retazos andantes, un cuerpo hecho de roces y besos que no volverán. Pero lo odio, porque no me amó lo suficiente como para llevarme con él. No le importó dejarme aquí, a la intemperie, a la buena de una vida que ya no tiene rumbo, sólo el camino de piedras que me llevan a su tumba.

Mis alpargatas de cabuya ya se estaban calentando por el sol. Eran muy baratas para ser buenas. Él usaba zapatos de cuero fino, color negro profundo, negro noche. Jamás compré zapatos con él, su complicado y fino gusto por la calidad me obligaba a desistir por mi bolsillo, que no estaba a su altura. Con su gesto, elocuente y fascinante, me miraba con desdén cuando me lo encontraba por la calle y me veía usando mis alpargatas. Eran color sol ardiente.

Una noche lo soñé besándose con la luna. Yo estaba en el primer piso de una hacienda. Caminaba descalza, con un vestido blanco, suelto; se meneaba con el aire atrevido que se escabullía por debajo. A cada paso rozaba con mis dedos las hojas de las plantas colgadas a contraluz de las estrellas. Silenciosa, las palmas de mis pies se ensuciaban con ternura al posarse sobre las baldosas. Veo en una esquina una puerta oscura que me invitaba a ser invadida. Con gusto acepté y la perilla de madera me enterró sus astillas. Quizá era una advertencia a mi curiosidad, pero mi estupidez fue más inteligente y me convenció.

Entré y un aire gélido me erizó cada vello de mi rostro. La oscuridad me lamió la espalda y el terror me estremeció. Él estaba ahí, plácido, cínico, con la luna encima suyo. Le besaba cada cráter, rozaba cada hoyo, apretaba su cuerpo duro. Él ni siquiera me vio. Sólo estuve ahí, parada, petrificada. Di dos pasos silenciosos hacia su cuerpo sudado y hermoso. Y la histeria me cubrió con su manto al ver el sol escondido debajo de su cama. Grité como nunca, mis cabellos se cayeron en pedazos al suelo, mi cuerpo se desmoronó en cubos que se extendieron por toda la habitación. Si lo soñé fue porque él lo hizo.

Jamás lo perdoné. Él jamás me pidió disculpas. Alegó de que todo era una invención mía. Lo que siempre fue una invención era nuestro amor, él existía en mí por una invención, un pacto invisible de dos cuerpos que se adoran mutuamente. Pero él ya no me adoraba. Sólo era santa en días de carnaval.

En este día tan soleado, tan monótono, no tengo nada más que caminar hacia su tumba. Unos cactus

son mi compañía. Son como yo, atemorizados, defensivos, inertes. Y ahí estaba: Mario Vergara Villamil. Esa piedra contiene todo lo que algún día amé. Me inclino sobre su lápida y me despojo de mi ropa, de mis alpargatas para que se asen con el sol. Ahí le dejo todo lo que siempre odió de mí, y ahí le entrego todo lo que di de mí por él. No quiero ser más un entramado de su ego, no quiero ser más un objeto finito de su deseo inacabable. ¿Aún me deseas Mario?¿Aun estando muerto? Pues yo sí, que mi cuerpo sea tu última satisfacción antes de que tu alma cruce la puerta blanca hacia el más allá.


Después de amarlo, hasta que mi cuerpo cayó en tanta decadencia, me recosté sobre el piso de piedra, a aplastar mi cuerpo para que lo bese el sol y me evapore la carne.

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