Quinto Concurso de Cuento Corto: ¿aguas infernales?

 



¿aguas infernales?

En la soledad de mi alma voy soltando aquello que me ata.

Vagando, vagabas, te ahogabas. 

La escasa luz de la luna iba y venía entre forcejeos con las nubes impertinentes que llamaban con cinismo a la lluvia, mis pulmones quemaban y las extremidades ya no me respondían. Mi cabeza chocaba rudamente contra las olas y contra los cuerpos danzantes que, ajenos a todo, pasaban de largo ignorando la desesperación que de mí salía y que le bailaba a la altura de sus pies. Los dos metros de profundidad de la piscina eran el vivo descenso torturante al purgatorio, mi alma se iba como cual pecadora fuese y mis brazos lloraban por encontrar refugio en otros brazos, en otro cuerpo y, por primera vez, no había razón romántica en medio.


Grita, pelea que bajando te vas.


Abajo hay monstruos, que, entre las sombras, quieren entrar a mi inconsciente. Abajo se me va la vida: recuerdo los excesos, los amores, las soledades anidadas en el desespero de la insuficiencia. Estúpidamente pienso que me lo merezco, que merezco que el aire me escasee de esa forma, que la vida se me vaya y que mis brazos desfallezcan. Estúpidamente me digo que me lo busqué, que pare de moverme, que no hay esperanza, que, si me extrañasen allá arriba, no estaría muriendo a sus pies como cuan mustia abandonada y desechada. El agua aún desborda mis sentidos y, también, encontró el camino a mis pulmones; la siento, tan fría y cruel haciendo su trayecto por los sitios prohibidos de mi cuerpo. En la desesperación muda que me agobia, abro la boca para gritar, pero no sale nada; por el contrario, el agua encuentra otro camino para hacer su entrada y me reprimo con odio ser tan impaciente, me reprimo por no ser suficiente incluso para darme cobijo en medio de la desesperación, me reclamo por no ser lo suficientemente autónoma y por mis nulas habilidades acuáticas. 


En la sed de mi ser ahogo mis males en aquello que no logro ver.

Dimensiones, presiones y adioses.

Nunca supe decir adiós y hasta ahora lo asimilo.

Recuerdo que el último “te amo” que sentí me lo tragué por miedo y que su fantasma aún recorre los oscuros rincones de mi mente apasionada, soñadora y terriblemente dañada. Poco a poco me dejo ir, sin perdonar, sin amar y sin encontrar cobijo. Al filo del abismo mi alma cuelga, mirando con miedo la luz que se avecina, sabiéndose completamente sola y odiando con ahínco el agua que le arrebata el edificio que habitaba a sus anchas. Mi alma me aborrece y es allí cuando me doy cuenta de que no hay marcha atrás, que se separaron los carriles, que perdí y que ahora naufrago en el fondo de una piscina atestada de gente pero que, a su vez, se siente heladamente abandonada de calor humano. Jamás dije te amo y nunca aprendí a decir adiós. 

Las soledades soleadas cubren de llanto la piedad que grita mi alma.  Grita, pelea que bailando llegás.

En el desespero mudo de mi ser escucho a lo lejos el lento acorde de la guitarra acústica que solía reconocer, parece despedirme. Es lento y punzante, sin quererlo adentro algo empieza a danzar, aunque afuera empiece a ahogarme la humedad. A lo lejos escucho una risa y no se me es ajena, estúpidamente pienso en alguna deidad morbosa disfrutando mi desespero, pero no está, tampoco ríe, la risa es mía y a la vez es tan ajena; me siento bailar a la par de cuartetos rojos que cantan en medio de cuerpos mojados. No me ahogo, no lloro, no me pierdo. El acorde recto se fue; mi risa quedó. Allí dije te amo y dejé atrás el adiós.

En la desesperanza ciega que nubla mi ser, hallo lo que se perdió en el ayer.

 


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