Quinto Concurso de Cuento Corto: Desahogos

 





Desahogos

El pincel no paraba de trazar figuras en la pared de la nueva casa, ese día la motivación le había despertado con una idea de esas que hacía mucho tiempo no tenía. Isabel se recogió su cabello castaño, se sentó delicadamente y dejó que la imaginación hablara, se desbordara alrededor de ella como aquella lluvia placentera que cubría la ciudad desde la mañana, así fue como empezó su obra, un radiante destello de dibujos en sus ojos claros que no se despegaban del blanco donde plasmaba sus movimientos de la mano, esas mismas manos que antes repudiaba.

Fueron meses incontables donde ya no se miraba, no buscaba en los colores sino en el pálido olvido de una habitación vacía, eso era lo único que necesitaba después de no volver a verlo, él, ahora era un recuerdo remoto, pero no sepultado, mas bien era las infinitas imágenes que ella imaginaba, que soñaba y en ese momento pintaba. No había forma de detenerse en ese instante, seguía en su trabajo, en ese difícil arte que imita al mundo de mil maneras, primero fue la tierra, luego el cielo y en el medio un paisaje, así empezó su obra, pero faltaba más, aun escaseaba la emoción humana.

De pronto un viento fuerte entró por la ventana, sacudió las cortinas y las láminas hasta quedarse en su cuello, como un corrientazo sintió que en ella entraban los recuerdos de su propio olvido; la niña sin madre, pero con padre, la adolescente artista y la pintora con talento audiovisual y un título bajo la cama. Aquellos días de premios y galerías destacadas se habían ido en un llanto solitario, en un desgarro de sus prendas y unas sonrisas enfermizas, esas mismas que se instalaron en sus noches de borrachera y tardes de silencios bullosos, aquel viento la tentó a arrodillarse, pero no lo hizo, más bien continuó trazando las sombras que le faltaban.

La lluvia le convenció de dibujarla, un profundo manto de agua trazó como rio en la pared, se desbordaba por todos lados como máximo signo de una tormenta al pasar. Detrás de ella la puerta pareció abrirse, pero no le importó y como si fueran los minutos finales de un latido sus manos continuaron, primero las tétricas sombras de un día nublado que opaca la vista de la verdad, luego un alma caída al agua sin poder salir y la lejanía de una casa con una voz clamando por su vida. Fue esa su obra final, la que dibujó al tono de los truenos, de los ruidos que se le acercaban, pero que ya ignoraba porque su corazón ya era un retazo, un mero escombro de una esperanza que no llegó.

Detrás de ella se asomó solo el frio de un aire indiferente a su presencia, no había dudas de que a pesar de estar todo casi oscuro en ese momento al fin pudo amar el silencio. Tras un rato, decidió darse su descanso, así que soltó el pincel en la cubeta, nunca había imaginado que tal obra fuera tan reluciente, tan reconfortante, como el más exquisito desahogo. Sintió ganas de relajarse con buena música y tomarse un tinto, mientras la cubeta seguía llenándose de ese rojo intenso con el cual pintó, del vivo color de la sangre asesina que le arrebato a su amado muerto, si, allí estaba él, colgando, con sus ojos abiertos y la cabeza como cascada incesante derramando la vida que ya no tenía. Fue esa quizás la mejor obra del día, el mejor desahogo, el espléndido trabajo del arte de su vida.

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