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Quinto Concurso de Cuento Corto: Terrores urbanos en pesadillas mutables

 


Terrores urbanos en pesadillas mutables

 

 Estoy segura de que la emancipación de errores tiene su cometido, algunos con tintes egoístamente placenteros y otros bienvenidos. Son las tres de la tarde, el día está oscuro, pero se siente un fresco delicioso, escribo y estoy esperando el bus, ¿será que la gente también se hará más pequeña cuando su cabeza sobre piensa lo que hace años pudo haber sido diferente? Digo, pues me atormenta pensar en el “hola” que ignoré y en la risa que solté cuando alguien se cayó, ¿le atormentará eso a la señora de al lado? La miro con disimulo, parece enojada o, no sé, puede que esté simplemente cansada del estrés laboral o de la vida como tal. Se estira, reposa, bufa; su pie se mueve con impaciencia y por mero reflejo el mío empieza a moverse a su par, “un, dos, dos; dos, dos, tres”, ese ritmo se mantiene tanto para ella como para mí. Sin querer me percato de la presencia de más personas a mi alrededor, todos con expresiones de fastidio y mirando a un punto fijo, uno de ellos observa el bailar de mi pie y por la mera presión de su mirada mi pie para de moverse y el ritmo se pierde.

 

Un bus para, el conductor hace un movimiento hosco con su mano indicando que subamos, ninguno de nosotros sube y la señora retrocede. Todos notamos que no generaba confianza. El hombre gruñe mostrando su descontento y su estrés y se pone en marcha con un ruido furioso. La buseta tamaño familiar también parece cansada de su día a día o solamente está cansada de quien la conduce.

 

Nuevamente miro a la señora, esta vez está cruzada de brazos, sus dedos bailan nerviosos por todo su antebrazo, los dibujo en mi libreta, "dos, tres, dos; dos, dos, tres", la secuencia no se pierde y la irritación de la señora tampoco parece querer irse. Alrededor todo parece moverse más lento, los carros bajan su velocidad, los movimientos son más pausados. Un niño pasa, traspasa y cae, lento, muy lento. El bufido de una risa contenida llega a mis oídos, busco quién podría ser el dueño de la risa, pero todos están serios, viéndome, comiéndome viva. Fui yo. Mi respiración se acelera y eso parece ser lo único rápido que percibo.

 

En el desespero de acaparar su atención en algo más, empiezo a buscar un nuevo bus, pero aún es muy temprano para su llegada, quedan al menos veinte minutos de espera. Sus miradas lanzan balas calientes, rápidas y tenaces a mi espalda, estoy empezando a pensar que mi destino consiste en coleccionar meses caóticos, en donde ninguna canción me salva y todo se vuelve chico, como una prisión.

 

Retrocedo dos pasos, cierro los ojos y respiro profundo, me apoyo en la esquina del paradero de buses, esperando poder esconderme de todos, rogando porque olviden lo que pasó y sigan con su hostilidad dirigida a la ciudad. Abro los ojos, pero siguen viéndome, esta vez más cerca, pero no son sólo ellos, también está el conductor del bus, el niño que hace unos minutos cayó lentamente en el duro pavimento, la persona que tiempo atrás tropezó, el amigo que me gritó un “hola” y que esperando una respuesta de mi parte chocó con otro ciclista, la profesora que criticaba mi ser, la vecina que a diestra y siniestra critica lo que se mueva, el hombre que me siguió noches atrás. No están todos y, sin embargo, son muchos. Están cada vez más cerca, más grandes, más lentos. Crecen al ritmo del pie de uno de ellos, “tres, dos, dos; tres, tres, dos”, las palmas me sudan, estoy cada vez más pequeña, ellos susurran mi nombre “Nicole, Nicole”, sus estaturas cambian con rapidez, suben y bajan. En algún momento terminé acurrucada y acorralada por sus sombras gigantes en ese estrecho paradero, los carros pitan, mi respiración se agita y mi cuerpo se tensa. Todo se encierra a mi alrededor y la sensación claustrofóbica hace imposible que mi respiración salga con normalidad.

 

No hay tiempo ni ayuda, tampoco sé si ceder o si fiarme del azar. Y está claro que no me sé esconder y que tampoco sé dónde buscar.

 


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