Terrores urbanos en pesadillas mutables
Estoy segura de que
la emancipación de errores tiene su cometido, algunos con tintes egoístamente
placenteros y otros bienvenidos. Son las tres de la tarde, el día está oscuro,
pero se siente un fresco delicioso, escribo y estoy esperando el bus, ¿será que
la gente también se hará más pequeña cuando su cabeza sobre piensa lo que hace
años pudo haber sido diferente? Digo, pues me atormenta pensar en el “hola” que
ignoré y en la risa que solté cuando alguien se cayó, ¿le atormentará eso a la
señora de al lado? La miro con disimulo, parece enojada o, no sé, puede que
esté simplemente cansada del estrés laboral o de la vida como tal. Se estira,
reposa, bufa; su pie se mueve con impaciencia y por mero reflejo el mío empieza
a moverse a su par, “un, dos, dos; dos, dos, tres”, ese ritmo se
mantiene tanto para ella como para mí. Sin querer me percato de la presencia de
más personas a mi alrededor, todos con expresiones de fastidio y mirando a un
punto fijo, uno de ellos observa el bailar de mi pie y por la mera presión de
su mirada mi pie para de moverse y el ritmo se pierde.
Un bus para, el conductor hace un
movimiento hosco con su mano indicando que subamos, ninguno de nosotros sube y
la señora retrocede. Todos notamos que no generaba confianza. El hombre gruñe
mostrando su descontento y su estrés y se pone en marcha con un ruido furioso.
La buseta tamaño familiar también parece cansada de su día a día o solamente
está cansada de quien la conduce.
Nuevamente miro a la señora, esta vez
está cruzada de brazos, sus dedos bailan nerviosos por todo su antebrazo, los
dibujo en mi libreta, "dos, tres, dos; dos, dos, tres",
la secuencia no se pierde y la irritación de la señora tampoco parece querer
irse. Alrededor todo parece moverse más lento, los carros bajan su velocidad,
los movimientos son más pausados. Un niño pasa, traspasa y cae, lento, muy
lento. El bufido de una risa contenida llega a mis oídos, busco quién podría
ser el dueño de la risa, pero todos están serios, viéndome, comiéndome viva.
Fui yo. Mi respiración se acelera y eso parece ser lo único rápido que percibo.
En el desespero de acaparar su atención
en algo más, empiezo a buscar un nuevo bus, pero aún es muy temprano para su
llegada, quedan al menos veinte minutos de espera. Sus miradas lanzan balas calientes,
rápidas y tenaces a mi espalda, estoy empezando a pensar que mi destino
consiste en coleccionar meses caóticos, en donde ninguna canción me salva y
todo se vuelve chico, como una prisión.
Retrocedo dos pasos, cierro los ojos y
respiro profundo, me apoyo en la esquina del paradero de buses, esperando poder
esconderme de todos, rogando porque olviden lo que pasó y sigan con su
hostilidad dirigida a la ciudad. Abro los ojos, pero siguen viéndome, esta vez
más cerca, pero no son sólo ellos, también está el conductor del bus, el niño
que hace unos minutos cayó lentamente en el duro pavimento, la persona que
tiempo atrás tropezó, el amigo que me gritó un “hola” y que esperando una
respuesta de mi parte chocó con otro ciclista, la profesora que criticaba mi
ser, la vecina que a diestra y siniestra critica lo que se mueva, el hombre que
me siguió noches atrás. No están todos y, sin embargo, son muchos. Están cada
vez más cerca, más grandes, más lentos. Crecen al ritmo del pie de uno de
ellos, “tres, dos, dos; tres, tres, dos”, las palmas me sudan,
estoy cada vez más pequeña, ellos susurran mi nombre “Nicole, Nicole”,
sus estaturas cambian con rapidez, suben y bajan. En algún momento terminé
acurrucada y acorralada por sus sombras gigantes en ese estrecho paradero, los
carros pitan, mi respiración se agita y mi cuerpo se tensa. Todo se encierra a
mi alrededor y la sensación claustrofóbica hace imposible que mi respiración
salga con normalidad.
No hay tiempo ni ayuda, tampoco sé si
ceder o si fiarme del azar. Y está claro que no me sé esconder y que tampoco sé
dónde buscar.
Comentarios
Publicar un comentario
Tus comentarios enriquecen nuestra Biblioteca ¡Gracias por Visitarnos!