Quinto Concurso de Cuento Corto: La cantera

 


La cantera
Ars
Nada más inexorable que la
cólera de lo inanimado.
   El 93, Víctor Hugo
 

Se juntaron un día las piedras, tras rodar por las lomas de la cantera de la que habían salido a fuerza de picos y sudor. Aunque en apariencia carecían de todo, su voluntad les había dado una boca que ya no les permitía gritar, porque a punta de crueldad, de aplastarse unas a otras, se habían hecho fuertes. Pero, tras rodar y ver que aquello por lo que habían peleado se había destrozado, que ya no eran una, la angustia las abordó con tal fuerza, que hubieran llorado si su alma no se hubiera ya secado. Resulta asaz difícil describir el dolor ajeno; como mucho se puede comprender. Siguieron yendo sobre ellas, como lloviendo, más de sus compañeras y, viendo que por más cerca que estuvieran, no volverían a ser una, surgió un nuevo sentimiento, hace siglos olvidado: la desesperación. Y así envueltas fueron cargadas, apiladas, arrastradas, transportadas y organizadas. 

 

Sombras era lo único que les estaba permitido ver, sombras que abusaban de su oscuridad y de su fuerza, y aunque no pudieran ver sus caras, sabían que nadie sonreía al herirlas ni se regodeaba en su dolor: fue esa, quizás, la anestesia que calmó su atribulada alma. Cualquiera puede - es su derecho - alegrarse en una mentira o, cuando menos, sosegarse en ella. Y así esas sombras las acercaban a su pecho y las volvían a arrojar, ya fuera en sacos, en carretillas o en la tierra, de manera que a golpes se fueron dejando todo lo blando de ellas en distintos sitios, antes de darse cuenta cada una de lo pequeñas que ahora eran. Se puede decir que son pocas las cosas que vienen de la pequeñez y, más aún, de la impotencia que esta produce. Rencor es una y vergüenza es la otra; la primera nace de la causa y la segunda de la conciencia. Y cuánto pudor puede tener uno que anda desnudo en todo momento es una de esas cosas "er lasst sich nich lesen"1.


Y así fueron llevadas, firmes y despreciables, a apilarse de nuevo y formar paredes; a ser base de castillos, templos y murallas; a formar ciudades y no tocar nunca más que los pozos y las iglesias en las aldeas. Es difícil negar que los sentimientos permean en el aire y cargan el ambiente; a veces, incluso, hasta libran peleas etéreas en este. Y así, se fue colando de las piedras hasta el cazo, la olla y el copón; hasta el libro sagrado, el plato y las ropas; y por último a esa carne que es un buen caldo de cultivo para todo lo alto, pero aún mejor para lo bajo. Y salieron así las sombras, con un refulgente escudo en el pecho y sangre goteando en el cinto, marchando y secando su alma. Cambiaron de insignia en cada pueblo, en cada año, en cada era, hasta que no quedó piedra sin remover que, durante la noche, no sonriera.


Que no se deja leer.


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