LA PERMANENCIA
P.N. NERGAL.
El día que Robert Smith nació, una mañana de Enero, lo
hizo dentro de un mundo en donde
todos estaban transformados en abominables insectos. Él no tenía padre, tenía un escarabajo, una mantis religiosa en el lugar de su madre, y unos años después
cargaba con una oruga en
el lugar de su hermana, a puertas de alcanzar la madurez
desde el capullo que llamaba habitación.
Y aunque se pensara que
comer en la misma mesa con
tres criaturas que vestían ropa y usaban los más humanizados ademanes sería algo aterrador,
para Robert no lo era.
Caminar y respirar el mismo aire que la ‘gente’ que
le
rodeaba hacía que apreciara
día
a día esta perspectiva que la naturaleza le dio,
un hombre puro desde
el interior de su
ser, el ente vivo
que no estaba corrompido o deformado, y que podía verse
limpio en los reflejos,
con un empleo estable en la empresa de su padre
y una vida sociable común con los
otros, capaz de conectar con cualquiera, tan sólo con entender
a qué tipo de bicho pertenecían. Y aun así, Robert nunca
en la vida se sintió parte de
esta
realidad, el permanente siempre
busca entrar
de cabeza en el misterio, impedirse
ser una hoja en blanco.
Años de ser tan
impoluto le habían hecho tanto mal,
sintiéndose que vivía mantenido al
margen del mundo real, distanciado de
lo que
él consideraba como la
verdadera humanidad, teniendo de pasatiempo el
observar las polillas, dejándolas entrar a su cuarto en las
noche, coleccionándolas, sintiéndose
cada vez más atraído
por ellas. Rezando por una nueva vida, entristecido por ser una
larva atada en la telaraña del destino. Y
así fue como él
llegó
a su vida un día, el hombre
cadavérico de la sotana
negra, con brazaletes
hechos de bichos disecados, él fue quien ofreció la oportunidad
de hacer que la noche se hiciera día, llamándose
a sí mismo el Arquitecto, queriendo hacer realidad los
sueños del permanente.
A
sus oídos, el niño escorpión le
daba los pros y los contras
de su decisión, ponzoñosos labios que secretaban tanto el idílico como el crudo escenario que llevaría decir un ‘Sí’, rodeándole
el cuello con sus pinzas y acariciarle su pecho
con los otros seis brazos
restantes ubicados en su humanoide
tórax. Debatiéndose, Robert aceptó, no tenía nada que perder, teniendo todo el cuerpo adormilado y al
arquitecto tomando partes de cada uno de sus familiares para dar inicio
al proceso. En la camilla
de los muertos y un halo negro
sobre su cabeza, el permanente entregó su esencia a manos de
dios.
En una vivisección para que todos vieran su
metamorfosis, en medio de
un
turbulento pitido
que no alcanzaba la inconsciencia
mientras que las incisiones
y los cortes se daban pero sin
sentirlos, abierto a las
miradas del niño y
las libélulas con
halos
que les rodeaban, registrando
a detalle cada segundo del proceso. Las voces
eran tres en este punto, distorsionadas por los sentidos
adormecidos, en un gramófono
roto
que no le agobiaba, le divertía, recibiendo el beso envenenado del niño en
su mejilla por su valor. El
permanente había alcanzado el éxtasis
del cambio y abrazaba su nueva humanidad.
Comiendo en el más suave de los silencios, mantis, escarabajo
y mariposa reponían
la
perdida de fuerzas
tan inexplicable de la noche anterior, con la sensación
de cansancio y vacío desde adentro. Ahora, saludando a su hijo prodigo y el amor de su hogar, podían ver uno
más como ellos, una gigantesca
polilla carnosa, con suturas que le cruzaban
el pecho, pasaban por sus brazos y se mostraban en su mentón, aun con una
sonrisa de placer al tener la carne de quienes
amaba dentro de sí mismo, modificando
su cuerpo en un bellísimo traje parasitario que le
hacía ser parte de
ellos, finalmente se
sentía uno más, el equilibrio perfecto entre los lados.
El permanente había cambiado y
alcanzado el estatus mesiánico que
amaba tener, verdadero ser
al fin era visto por todos.
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