Quinto Concurso de Cuento Corto: Razones divinas




Razones divinas

Siento pena por todos en esta habitación. Por el pastor Ramón, quien intenta justificar, ante los padres de Nell, el plan que Dios todopoderoso tenía para su hija. Entre sus explicaciones, trata de ubicar la tragedia en un flujo divino, inaccesible en razones humanas, pero soberano en sentimientos. 

Siento pena por las manos del pastor que dibujan trazos para intentar esquematizar la ubicación del alma de Nell. No está muerta, no ha pasado a mejor vida, no percibe su alrededor, sus emociones subyacen en la impenetrable oscuridad de su sueño: el alma ha agotado sus posibilidades. Sin embargo, el pastor sigue rebuscando una cualidad intrínseca del cuerpo en la cama, una propiedad no orgánica para justificar ese ente. Escudriña desesperadamente una manera de no dejar morir el alma de Nell, el axioma que le garantiza descanso celestial a la chica. “No ha pasado a mejor vida”, repite. La maquinaria a la que está sujeta emite luces y sonidos periódicos. No está muerta. El pastor no logra explicar cómo la circulación de la sangre mantiene tibio el cuerpo de Nell y suprime una liberación anímica. Ni siquiera entiende esa extraña dependencia entre el alma y los órganos. 

Siento pena por los padres, quienes tratan de encontrar la configuración correcta en las ideas de su líder espiritual. Buscan, en el discurso, el sentido adecuado que perdió hace mucho. La madre más que el padre. Él fingiendo confiar en el entendimiento de ella para consolarla, pero perdiendo la fe. 

Siento pena por las enfermeras quienes mantienen limpio el cuerpo y cuidan una vida que ya no las necesita, una vida inerte. Siento pena por las aseadoras que, constantemente, limpian los muebles y la ruidosa maquinaria; trasladan meticulosamente pañuelos húmedos; caminan con sus franelas y traperos: dejan reluciente la muerte, huele tan bien. Qué pena que no puedas sentir el olor, Nell. 

Siento pena por la bala que yace en el cerebro, aún cálida, sostenida por el lóbulo temporal; abrazada entre el frontal y el parietal: casi cómoda en ese lecho de tejido aceitoso, vibrante por las perturbaciones mecánicas. 

Siento pena por mí, por no haber hecho algo cuando recibí la carta de despedida, por querer presenciar la muerte de un allegado. Tal vez quería llorar un féretro, no una sábana. Nunca pensé lidiar con pupilas dilatadas ni con electroencefalogramas. Tampoco escuchar divagaciones sobre dónde reside el alma en tal estado vegetativo. 

Sin embargo, por quien más siento pena es por Nell —Nelly en el currículo que cuelga sobre la cama—,   tan ignorante del rito que la circunda, tan ajena al protagonismo que su inhabilidad le otorga. Siento pena por ella, porque nunca supo si murió o sigue viva. 

D. Gaviria.

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