Ars
Para la mente que vaga,
cada letra es un hogar.
Llegué
invitado por un amigo. De haber sido por mí, probablemente nunca habría
visitado aquella casa. La fachada era antigua, pero estaba bien conservada,
como si los años no la hubieran tocado. Sin embargo, no entré ese día. Ni al
siguiente. Un par de semanas estuve meditando en la acera. La miraba con
extrañeza antes de salir como alma que lleva el diablo a alguna otra casa (a
veces, incluso, a la mía). Una molesta monotonía junto con una aberración a la
repetición me hicieron entrar. La reja no supuso un problema, pero el descuido
del jardín casi me hace dar la vuelta para no volver jamás. Aquí y allá, entre
jacintos y lirios, pude ver algún mueble reluciendo fuera de tono o arrojado
ahí en par patadas; ganas no me faltaron de cargarlos hasta la calle, a que
cogieran moho entre la basura, junto con el idiota que se atrevió a tanto.
Subí un
par de escalones y alcancé una sobria puerta de madera tallada. He visto casas
en las que conviene no tener siquiera una puerta, porque lo derruido del
interior la hace innecesaria (o porque sobran cosas para llevarse, cosas de las
que apropiarse con gusto y sin objeción alguna, por lo que sería tan solo un
estorbo); aquí era una mera cortesía, porque el patrón tallado parecía invitar,
haciendo sobrar el timbre o cualquier otro anuncio. Entré. Para lo que allí vi,
me cuesta encontrar palabras: era un museo y un recital, un teatro vacío con el
aforo lleno. Adentro no había nadie, más allá del hombre que se pasaba de un
espejo a otro y se dedicaba a verse por horas. Desde entonces he salido y
entrado muchas veces a esa residencia con nombre de poeta. He sabido por otros
que allí no se encuentra nada, ni un abanico. A mí, en cambio, me parece que no
le cabe algo más a ese vacío.
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