Quinto Concurso de Cuento Corto: El balde.

 


El balde. 

Abrí los ojos y los entorné, vanamente, con la intención de encontrar algún escurridizo vestigio de luz que temiera de mi presencia. Además de la oscuridad, no logré divisar algo. Motivado por el afán que me otorgó la incertidumbre, deambulé con los brazos estirados, a través de la profusa negrura, a lo largo de lo que para mí era una recta.


A escasos de lo que percibí como metros, tropecé con un metálico balde que zumbó en la ausencia de fotones como si de un grito de inefable emoción se tratase ¿acaso traspasé mi inquietud y mi creciente aflicción al tacho con el golpe? Así lo sentí, y eso me tranquilizó; ‘pensar’ que no era el único sujeto perdido en el agobiante vacío permitió el sosiego.

 

Me acerqué, no sin temor de que el depósito escondiera algo más que hojalata. Palpé, mis manos fueron mis ojos. Mi miedo resultó ser un trépido guía que me concedió el escrutinio pleno; noté las hendijas del objeto, su fragosidad; los efectos del indetenible andar del tiempo. Reflexioné sobre mi propósito en ese sitio, sobre la circunstancia que me acogió ¿cómo pude quedar aprisionado en esta tenebrosa celda de obscuridad? Con la misma ineficacia apliqué la pregunta a la jofaina. Le imaginé abandonada; desamparada en la inmensa tenebrosidad. El terror de que la absoluta soledad raptara mi cuerpo me alcanzó. Decidí no arriesgarme a perder a mi único y casual acompañante.

 

El ausente calor humano provocó la personificación del barreño. Su álgida naturaleza de metal y su silencio figuraron un carácter de fracasado caudillo. Patéticamente me encontré intimidado, ya no tanto por la oscuridad como por la encarnación. El mutismo al que estuve sometido desde que quedé atrapado en la negrura me venció. Resolví conversar con mi camarada. Con el efecto de hablar, tartamudeé; sentí pena y una progresiva y dominante congoja. Me detuve a pensar en mi próximo intento de plática. Con el efecto de hablar, farfullé, y mi vergüenza se transformó en dolor. Abandoné la idea de conversar y decidí que mejor era empeñar mi juicio en la elaboración de soliloquios. Pronto la fatiga se hizo conmigo. Con el efecto de dormitar, cerré los ojos, y la oscuridad propiciada por los párpados caídos pasó inadvertida.

 

Desperté. En la simple cárcel de barrotes inalcanzables, con el letargo consecuente de un pesado y prolífico sueño, busqué decrépitamente a mi compañero convertido adalid. Consideré su glacial temperamento, y entonces advertí lo irrisible que debía parecerle mi conducta. La posibilidad de que viera en mi comportamiento instintivo y necesitado una facecia me afrentó. El carácter de huraño que hasta entonces había refulgido su desagradable silencio, y no solo eso, también la desatención que mostró ante mis intentos de comunicación me instó, inconscientemente, a realizar una irreverencia que hizo de precedente a una quizá infundada ira. Inducido por el coraje propio de un soñoliento, arremetí contra aquel teatral recipiente de manera tal que su ubicación, hasta entonces intuida pero exacta, se desintegró en infinidad de angustiosas posibilidades. Evidente fue la gran repercusión que esa, mi acción, arrastró consigo; la ya imperiosa y gravosa soledad. Con el objeto de deshacer lo que produjo mi berrinche, inicié una torpe y luenga búsqueda que, una vez culminada, más que infructuosa fue harto reveladora.

 

Mi desazón tuvo término y dio paso a la conocida aceptación. Cavilé. Todo pensamiento se entretejió sobre un fondo límpido, albo, de acotado espacio, pero de infinita calma; la blancura en mi mente fue tan intensa como la oscuridad que absorbió a mi cuerpo. Resultó así un místico oxímoron entre lo que me circundó y todo lo que urdí.


En mi desencuentro con lo ‘real’, en ese trance de profunda satisfacción, tropecé nuevamente con el tacho. Esta vez no hubo réplica sonora. Sentí, durante nuestra pintoresca reunión, una suerte de dependencia, un ligue entre él y yo que me impulsó a seguir su destino. Atrapado en la tiniebla, decidí consagrarme a la negrura como antes lo había hecho aquel; fue ahí cuando comprendí: ahora más que hombre soy balde; balde por estar subyugado a morar en la oscuridad, a merced de algún tropiezo; balde por no poder ser algo más.

 

J. F. Perafan.

 

 

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