El balde.
Abrí los ojos y los entorné, vanamente,
con la intención de encontrar algún escurridizo vestigio de luz que temiera de
mi presencia. Además de la oscuridad, no logré divisar algo. Motivado por
el afán que me otorgó la incertidumbre, deambulé con los brazos
estirados, a través de la profusa negrura, a lo largo de lo que para mí
era una recta.
A escasos de lo que percibí como
metros, tropecé con un metálico balde que zumbó en la ausencia de fotones como
si de un grito de inefable emoción se tratase ¿acaso traspasé mi inquietud y mi
creciente aflicción al tacho con el golpe? Así lo sentí, y eso me tranquilizó;
‘pensar’ que no era el único sujeto perdido en el agobiante vacío permitió el
sosiego.
Me acerqué, no sin temor de que el
depósito escondiera algo más que hojalata. Palpé, mis manos fueron mis ojos. Mi
miedo resultó ser un trépido guía que me concedió el escrutinio pleno; noté las
hendijas del objeto, su fragosidad; los efectos del indetenible andar del
tiempo. Reflexioné sobre mi propósito en ese sitio, sobre la circunstancia que
me acogió ¿cómo pude quedar aprisionado en esta tenebrosa celda de obscuridad?
Con la misma ineficacia apliqué la pregunta a la jofaina. Le imaginé
abandonada; desamparada en la inmensa tenebrosidad. El terror de que la
absoluta soledad raptara mi cuerpo me alcanzó. Decidí no arriesgarme a perder a
mi único y casual acompañante.
El ausente calor humano provocó la
personificación del barreño. Su álgida naturaleza de metal y su silencio
figuraron un carácter de fracasado caudillo. Patéticamente me encontré
intimidado, ya no tanto por la oscuridad como por la encarnación. El mutismo al
que estuve sometido desde que quedé atrapado en la negrura me venció. Resolví
conversar con mi camarada. Con el efecto de hablar, tartamudeé; sentí pena y una
progresiva y dominante congoja. Me detuve a pensar en mi próximo intento de
plática. Con el efecto de hablar, farfullé, y mi vergüenza se transformó en
dolor. Abandoné la idea de conversar y decidí que mejor era empeñar mi juicio
en la elaboración de soliloquios. Pronto la fatiga se hizo conmigo. Con el
efecto de dormitar, cerré los ojos, y la oscuridad propiciada por los párpados
caídos pasó inadvertida.
Desperté. En la simple cárcel de
barrotes inalcanzables, con el letargo consecuente de un pesado y prolífico
sueño, busqué decrépitamente a mi compañero convertido adalid. Consideré su
glacial temperamento, y entonces advertí lo irrisible que debía parecerle mi
conducta. La posibilidad de que viera en mi comportamiento instintivo y
necesitado una facecia me afrentó. El carácter de huraño que hasta entonces
había refulgido su desagradable silencio, y no solo eso, también la desatención
que mostró ante mis intentos de comunicación me instó, inconscientemente, a
realizar una irreverencia que hizo de precedente a una quizá infundada ira.
Inducido por el coraje propio de un soñoliento, arremetí contra aquel teatral
recipiente de manera tal que su ubicación, hasta entonces intuida pero exacta,
se desintegró en infinidad de angustiosas posibilidades. Evidente fue la gran
repercusión que esa, mi acción, arrastró consigo; la ya imperiosa y gravosa
soledad. Con el objeto de deshacer lo que produjo mi berrinche, inicié una
torpe y luenga búsqueda que, una vez culminada, más que infructuosa fue harto
reveladora.
Mi desazón tuvo término y dio paso a la
conocida aceptación. Cavilé. Todo pensamiento se entretejió sobre un fondo
límpido, albo, de acotado espacio, pero de infinita calma; la blancura en mi
mente fue tan intensa como la oscuridad que absorbió a mi cuerpo. Resultó así
un místico oxímoron entre lo que me circundó y todo lo que urdí.
En mi desencuentro con lo ‘real’, en
ese trance de profunda satisfacción, tropecé nuevamente con el tacho. Esta vez
no hubo réplica sonora. Sentí, durante nuestra pintoresca reunión, una suerte
de dependencia, un ligue entre él y yo que me impulsó a seguir su destino.
Atrapado en la tiniebla, decidí consagrarme a la negrura como antes lo había
hecho aquel; fue ahí cuando comprendí: ahora más que hombre soy balde; balde
por estar subyugado a morar en la oscuridad, a merced de algún tropiezo; balde
por no poder ser algo más.
J. F. Perafan.
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