El último
Cuatro de
la mañana, con palpitación intensa remas en el potrillo que tu papá labró siete
años atrás. Posiblemente lo hizo con chanul, tangare o quizá chaquiro, no
recuerdas bien qué clase de madera, pero ese potrillo es lo más bello que
puedes tener, es el único recuerdo material que te dejó tu padre al morir. Él
te lo dio para que pudieras transportarte al pueblo donde estaba la “civilización”.
Cuando aprendiste a bogar tu papá te llevó a pescar con una pequeña atarraya y
hasta fueron a catanguear. Con él conociste el río y parte del mar.
Es de
madrugada, te encuentras rumbo al pueblo y el río ha crecido. Con el remo en
constante movimiento contemplas el cielo en busca de un sol que te anuncie el
día, pero sólo puedes ver una nube oscura que se precipita sobre ti y suelta
sus gotas de aguas voluminosas que derriban tu embarcación; tu potrillo se
hunde y luchas contra la corriente en busca de tierra. Con cada brazada
recuerdas cómo llegaron ellos y se llevaron la cosecha, cómo mataron a tu familia
y cómo debajo de la cama el miedo te detuvo a defenderlos y te impulsó a huir
hasta el pueblo. Por fin alcanzas tierra. Logras arribar en una playa y la
confusión te perturba, no reconoces el lugar. ¿Dónde te encuentras?
No logras
ver el pueblo ni tu vereda, caminas por toda la orilla para tratar de
identificar algo conocido pero terminas rodeando lo que parece ser una pequeña
isla. Piensas: si estaba en un río que no mide más de trescientas brazas de
ancho, ¿cómo llegué hasta acá?
Ahora
estás en un lugar desconocido y sin saber cómo salir. No puedes tener miedo, tu
padre te enseñó a no tenerle miedo al mar y menos al monte. Él te decía que
debes ser fuerte y buscar siempre la solución. Las olas de aquel mar son
gigantescas, necesitas al menos una balsa. Hacer una embarcación te tomaría
demasiado tiempo; en menos de un día no podrías realizarla.
No han
pasado más de tres horas. Te adentras en la isla, encuentras un racimo de
bananos, unos cuantos cocos y pipas, pero no hay lugar cómodo para descansar.
Si tu padre estuviera allí todo sería más fácil, piensas. Improvisas un gancho
para pescar, es muy difícil y aunque logras coger unos pocos, aquellos peces te
hacen sudar entre las altas y saladas olas. El lugar ya te parece muy
agradable.
Cuando
intentas hacer fuego para asar los pescados, a lo lejos ves un potrillo muy
pequeño que, tambaleando, logra arribar a la isla. Corres hacia él y solo
encuentras a una persona dentro, sin canalete, ni banca, sólo una persona de
pie. ¿Su piel brilla?, piensas. Su piel brilla al igual que la túnica que
porta, su pelo se menea al ritmo de las olas, sus ojos dos cuencas de marfil y
sus labios dulcemente se mueven al ritmo de las palabras que dice: Soy lo que
tanto has deseado y esperado, este es tu deseo realizado, aquí empieza tu
paraíso.
Chasquea
los dedos y a un costado aparece una bella casa muy acogedora, dentro la
comodidad es única. Del bolsillo de su túnica saca un pergamino, te pincha un
dedo y tu sangre cae sobre aquel papel.
Es
extraño, todo aparenta ser un sueño. Toma su embarcación y la hace hundir con
el contrato dentro. Vuelve hacia ti, te tumba en la arena y dice: Ahora ya
estamos completos, seremos uno cuantas veces desees.
La noche
cae y el lugar se siente como un verdadero paraíso. Lo que era el peor día de
tu vida se convierte en suerte. Frente a una fogata se besan y con suaves
caricias se entregan entre sí. El brillo de la luna se vuelve una suave manta y
el sonido de las olas los arrulla.
En el
pueblo tocan las campanas, el último de la familia fue encontrado ahogado, el
potrillo desapareció, al parecer se hundió, y el cuerpo apareció río arriba.
Nadie sabe quién les hizo eso.
Me parece un escrito interesante porque muchas bici-usuarias nos vemos reflejadas en el personaje, cada relato da cuenta de una vivencia compartida y permite visualizar una problematica en la que el ciclista es poco respetado en las calles de la ciudad de Cali.
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