Scriba
A mi hijo le resultó trabajo en una finca, por eso
puse el despertador a las cuatro de la mañana, el aparato me quedó mal, y si no
hubiera sido por el pregón de un vendedor de arepas de choclo yo no habría
podido madrugar para prepararle aguapanelita. No había más, desde hace meses lo
único que consumíamos al despertar era aguapanela. Antes comprábamos chocolate
y de vez en cuando tostadas o pan dulce, pero la situación se puso muy difícil
desde que me echaron del restaurante donde trabajaba. Unos señores contactaron
a mi muchacho y le ofrecieron llevárselo a recolectar café, él no cabía de la
dicha, vino corriendo y me prometió que le iba a poner mucho empeño al trabajo.
Le di unos pesitos para que se las arreglara mientras recibía el primer pago,
se hizo peluquear. Era importante ir bien presentado para causar una buena
impresión. Aquella mañana estaba muerto de frío, no era para menos teniendo en
cuenta que le había tocado bañarse con totuma en el patio de atrás, pasó
corriendo envuelto en una toalla desgastada; después de secarse se puso el
veintiúnico pantalón, un par de zapatillas que ya le quedaban estrechas y el
buzo verde que yo le regalé en su cumpleaños.
—Bendición mamá, no se preocupe por el desayuno que
yo no tengo hambre. — mintió, al tiempo que me besaba la frente.
—Dios lo bendiga, mijo. Si vieras que ese chéchere
no sonó a tiempo. Habrá que cambiarle las pilas. Y usted no se va a ir sin
tomarse por lo menos un poquito de aguapanela. —le respondí entregándole un pocillo
humeante.
—Cuando me den mi primer pago yo le mando plata
para que compre un despertador nuevo. Me voy de una vez porque me da miedo
llegar tarde y que me dejen. —repuso tras beber con avidez.
—¿En
dónde los esperan?
—En
frente de la iglesia nos recoge un camión. Van a ir otros muchachos de este
barrio.
—Ah bueno, por lo menos habrá gente conocida, allí
entre todos se van ayudando. — respondí mientras él me daba el que sería el
último abrazo, si yo hubiera sabido que no lo volvería a ver lo habría abrazado
con más fuerza.
Faltaría a la verdad si dijera que tuve un mal
presentimiento al verlo salir. Tal vez él sí presintió algo antes de abandonar
la casa, porque se giró de repente y me lanzó un beso desde el umbral. Aquella
imagen se quedó grabada en mi memoria, con la fuerza del cincel que hiere la
roca. La evoco en las noches, sorprendiéndome por la minuciosa conservación de
los detalles: veo los hoyuelos que se formaron en las mejillas de mi niño al
lanzar el último beso, escucho el sonido de sus labios y el chirrido de la
puerta al cerrarse; huelo el aroma de su piel impregnada de jabón azul. Lo
busco en mi memoria esperando hallar consuelo, solo encuentro el dolor de una
herida que me empeño por abrir de nuevo. Recuerdo que los días transcurrieron
con rapidez, ninguna de las madres del barrio tenía noticias de sus hijos,
muchas lo atribuimos al hecho de que la señal de celular es muy mala en la
montaña; la zozobra se justificó cuando vinieron a buscarme unos hombres
repletos de medallas. Uno de ellos se identificó como coronel. Les brindé
aguapanela y me la despreciaron. Sus caras tenían la sombra indeleble de la
culpa. El coronel hizo el anuncio que despedazaría mi vida.
—Necesitamos que nos acompañe para hacerle entrega
de un cuerpo, presumimos que se trata de su hijo. Fue una baja en combate. —dijo
con la seguridad que se obtiene por la repetición de una frase previamente
estudiada.
Yo no entendí y le pedí que repitiera, de seguro
había un error, le hice una decena de preguntas que no quiso contestar. Fui a
ver a mi muchacho. Me le habían dado un tiro a quema ropa en mitad del pecho,
tenía puestas botas Macha de una
talla más grande que la suya. Me dijeron que era guerrillero;
de tanto repetírmelo casi terminé convenciéndome. Lo sepultamos un nueve de mayo.
Muy triste
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