Eran
alrededor de las 4 a.m. cuando Ceferina se levantó del suelo despiadado y
carente de comodidad sobre el que había decidido inconscientemente dormir. La
noche anterior al día que presagiaba una última vez en su tierra, se la había
pasado organizando cuanto objeto le fuera útil en el viaje al que tendría que
someterse. Escudriñó cada rincón de su casa, incluso los lugares más olvidados,
en busca de tesoros que nunca tuvo. Buscó con esperanza, segura de que sus
santos no la desampararían y le enviarían algo con lo cual sobrevivir algún
tiempo. Y así habría amanecido, si no hubiese sido porque, en medio de su
llanto, cayó sobre la superficie que su cansancio luego acogió como un lugar
digno para descansar.
Cuando
una semana antes, hombres armados con fusiles anunciaron que tomarían su
pueblo, ni los árboles de su patio se habían preparado para proveerla de
frutos. Estaban recuperándose de un mal invierno y sus hojas perdidas apenas
empezaban a crecer de nuevo. Ella llevaba meses notándolos tristes, como si
supieran con anterioridad de su indiscutible partida, pero no fue hasta esa
ocasión que lo entendió.
Previo a
la noticia, Ceferina sentía ser una mujer afortunada. Su hogar natal estaba en
medio de la nada y lo tenía todo. A él lo rodeaban ríos escandalosos y desde su
suelo la vida daba aliento a plantas de todo tipo. Era además el refugio de
aves, insectos y ranas, que con su cantar, zumbar y croar, advertían que aquel
era su territorio. En efecto, su pueblo lo tenía todo, pero no dejaba de ser
uno de esos muchos lugares en los que, si bien la naturaleza lograba reclamar
lo que siempre había sido suyo, permanecía callada ante quien violentamente se
autoproclamaba su dueño.
Ceferina
quería pensar que no estaba sola, aunque esa fuera la verdad. Era consciente de
que conocía a muchos, pero estos no dejaban de ser solo eso: conocidos. Nunca
creyó que fuese necesario generar más lazos del que ya compartía con quien,
minutos antes de la llegada de los intrusos, era su esposo. No lo admitía, mas siempre
estuvo equivocada. Igual, a fin de cuentas, quizá eso ya no importaba. Ya era
suficientemente doloroso recordar que a su amado José lo habían matado frente a
sus ojos, después de rehusarse a aceptar que los despojarían de su terreno.
El último
día que miraría el amanecer desde su pueblito, no iba a ser muriendo de vieja
como ella solía proyectarlo, sino huyendo de él. A eso de las 5 a.m., después
de añorar tiempos pasados, tomó las dos bolsas con sus pocas pertenencias y
abrió la puerta de su rancho. Esa mañana hasta el aire se sentía desolador.
Quiso tumbarse un momento y pedir de rodillas al cielo que la salvase, pero a
unos escasos metros ya pitaba la chiva que la llevaría hasta su nuevo destino:
la ciudad. No había vuelta atrás y, sin la menor idea de cuánto resistiría en
ella, tendría que arreglárselas.
Adentrada
la noche, ya caminaba por las calles industrializadas que siempre evitó. La
injusticia era demasiada y la rabia la consumía por dentro, pues su tierra,
aunque hermosa, mientras tanto era abandonada y desechada. Allá la gente seguía
desapareciendo, siendo torturada y asesinada, pero parecía
ser que en otros sitios la vida aún podía continuar su rumbo. La abrumó la
frustración de haber nacido pobre, campesina y sin una voz válida. Sus ojos se
llenaron de lágrimas, pero al instante las retuvo de caer. No lloraría frente a
los edificios de la ciudad indolente e indiferente que estaba presenciando. A
su muerto y a su madre naturaleza nunca los olvidaría, pero debía continuar.
Yulián.
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