Loreta,
la actriz neta.
Por: Adso
Otra niña
de siete años se habría tapado los ojos con las palmas de las manos al ver
palpitar aquel corazón tatuado en el brazo de la enfurecida Carrie. Otra niña
asustadiza le habría gritado al televisor y corrido hacia su madre mientras las
ramas espinosas que rodeaban ese corazón avivado en una piel se extendían por
la frente y las mejillas de la protagonista. Eso hubiera hecho otra niña, pero
no Loreta, que fascinada abrió por completo su boca y dejó de respirar. Allí
sintió por primera vez y para siempre, el llamado.
Al final
de la siniestra escena en la película, Loreta, conservando la expresión del
personaje, se fue a la cocina y su madre la vio llegar con un lento paso aviar
y los dedos totalmente extendidos con un rigor convulsivo apuntando al suelo.
Parecía preparada para levitar. Quiero ser actor, le dijo a su madre que la
seguía mirando esperando un desenlace y con un plato enjabonado en la mano.
Actriz, querrás decir.
Una parte
de las fuerzas con las que hoy avanza Loreta por las calles empujando un
carrito de dulces, le viene de ese recuerdo nostálgico de la infancia (y de un
par más). A su madre no le disgustó la idea de que actuara, y una vez que
Loreta salió de la cocina, se la alcanzó a imaginar llenando la gran pantalla
como Audrey Hepburn con sus cejas arrogantes y sus cuellos de tortuga, con sus
dedos enterra-dos como garfios en un pecho espartano y sin latidos, doblegando
la orfandad escondida de un espía invencible. Sonrió, suspiró y lavó el siguiente
plato.
Loreta no fue a la universidad. Muy lejos. Muy cara. La escuela de artes escénicas estuvo mucho más allá de sus posibilidades y ni la intrepidez y el arrojo de su locura juvenil la pudieron acercar.
Hoy en
día Loreta rasga el bullicio comercial de la carrera quinta de Cartago llamando
a la ciudad con el grito legendario de Rocky Balboa: Aedriaannn!! y achina los
ojos y derrite la cara y retuerce su boca hacia la derecha perfectamente igual
que Rocky. Aedriaannn!! De los almacenes salen sonrientes a entregarle cajas de
cartón que ella acomoda en un viejo coche de bebé con cuidado de no botar los
chicles y cigarrillos que vende a otros mendigos. Gracias “Adrianita”, le
dicen, le pasan los pandebonos ya duros de la mañana y le compran tintos si por suerte va pasando la ambulante de los termos, esa que odia
el aprecio que todo el mundo le tiene a la viejita.
Un
policía, nuevo en la ciudad, aprieta los ojos ante el grito de “Adriana”:
encor-vada, envuelta en una agrietada chaqueta de gamuza café, su alarido
vidrioso y seco pareciera salir de una roca. El vigor drástico con que el
capitán se dirige a la mujer se estrella con el olor ácido de la miseria y no
le queda más que ojear los fierros oxidados del coche desde los límites de esa
barrera. Pregunta a las gentes si la presencia de la mujer representa peligro o
incomodidad y todos lo niegan rápidamente congestionando sus rostros y con sus
manos en capullo pro-porcionando al oficial enternecedoras explicaciones.
Aedriaaaannn!! grita mucho más largo la vieja, con un cartón a modo de caperuza
sobre su cabeza, como si el policía fuera una lluvia negra repentina que le
quema. Ella se desvanece con un llanto de garganta, flemoso, y cae en el filo
de la acera como una vela que se consume acelerada ante la mirada de todos. El
capitán se marcha desconcertado, despidiéndose tímidamente de personas que (lo
asume sin corroborar) también lo despiden.
A eso de
las 9:00 de la noche Loreta llega al amplio garaje del apartamento de El Mosco,
en un barrio acomodado de tonos muy claros. Desmantela con costumbre el
interior del cochecito y pone sobre un mesón de madera cinco ladrillos
pren-sados de cocaína. El Mosco revisa los paquetes mientras Loreta se quita la
peluca y los artificios faciales que le simulan arrugas. ¿Ya decidiste a dónde
iras este año? pregunta El Mosco sin mirarla. Sí, al Festival de Actuación de
Aviñón, aun-que no lo creas todavía no visito Francia.
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