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Quinto Concurso de Cuento Corto: Nadie más lo necesitaba.

Paeb.

                   Nadie más lo necesitaba.

―Despacito, por allá, sí, seño, por allá, si es que quiere negocio.

El hombre miró al indio, cuya piel estaba cuarteada por el sol, se quitó el sombrero y se desabrochó la guerrera un tanto.

 ―le voy a dar unos pesos si me acompaña.

 El indio volteó a mirar hacia atrás, pensando como echarse a correr.

 ―No puedo seño, por allá esa gente no nos deja.

 El hombre volvió a ajustarse el sombrero, sobre el cabello húmedo y salado.

 ―Sólo lléveme unos metros allá adentro, luego se devuelve, igual le pago.

 ―Pero un tantico no más.

 Ambos comenzaron a descender; el indio iba de primero, agarrado de los bejucos, la tierra estaba blanda, pero el indio le tenía malicia, el otro le seguía, pendiente de no rodarse.

             ¿Igual ellos saben que vamos, cierto?

 ―No sé seño, yo no me meto en esas cosas.

 Se agachó un tanto y le mostró con la mano los arboles hasta llegar al arroyo.

 ―Acompáñeme, mire que cuando regresemos le ayudo con dos bultos de maíz.

 ―No seño, esa gente me deja por allá tirado.

 ―No sea guevon, si no me acompaña les voy a decir que ustedes colaboran pa la guerrilla.

 ―Pero ellos saben que en eso no nos metemos.

 ¿Me va a decir entonces que esas matas de coca son solo pa ustedes? Hay por lo menos tres cuadras.

 El indo hizo caso omiso a aquella afirmación.

 ―Seño, yo voy a ir con usted, pero me si me cuida, esa gente no le gusta que nos metamos por allá.

 Caminaron cerca de dos horas, campo travieso evitaron cruzar el rio, hasta que vieron un humo alto y espeso. En dos oportunidades el viejo se echó a un lado, tirándose al suelo; de su rostro emergían unas venas azules y gruesas y se mandaba las manos al pecho como aguardando el poco aire que le entraba, luego le fue imposible ponerse en pie.

 ―Ve a decirles que vengan rápido, diles que don Octavio me manda.

 El indio lo pensó un rato, y se decidió ponerlo en pie, ayudándolo a caminar, pero al cabo de luchar con el cuerpo pesado algunos pasos, tres tipos habían aparecido, cada uno con sus fusiles y los parches distintivos de las AUC. Cuando lograron entrarlo hasta las casuchas de barro cocido había salido quien parecía ser el comandante.

 ―Deben tener una buena razón para estar por aquí.

 ―Así es

 ──dijo el viejo──Don Octavio me mandó a decirle que quiere hacer negocios.

 ―Usted debe ser Marino… ¿Es que ese viejo hijueputa no recuerda que nosotros somos los que ponemos las condiciones?

 ―También manda escusas, dice que tiene una plática para la causa.

  El hombre se había echado las manos al bolsillo.

 ―Y este indio que.

 ―Yo solito me basto seño, nada más me vuelvo para la comunidad.

 Los demás habían sonreído.

 ―Vea Chirita, dele una pala a este guevon para que haga un hueco.

 El indio se había puesto amarillo, y miró con los ojos abiertos al viejo; rogándole.

 ―O que ¿algún problema? ──dijo el comandante.

 ―No señor, sólo que me ayudó a llegar hasta aquí, y yo lo obligué. Él no se va a andar de sapo.

 El tipo miró, claramente fastidiado.

 ―Supongo que Octavio escribió algo para mí.

 ―Si señor── dijo el viejo──tratándose de incorporar──Aquí está.

 El comandante tomó el sobre y lo ocultó en su guerrera.

 ―Usted está jodido de esa asma.

 ―Me da por ratos, pero apenas me entra el aire, ya me alcanza el trote, sólo deje ir a este indio que no tiene culpa.

 ―Que culpa van a tener este muchacho

 Se quedó serio de pronto.

 ―Hace un Tiempo Octavio me dijo que iba a enviar a un tal Marino, que no lo necesitaba más; el hijueputa no tuvo corazón para decírselo esta mañana.


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