– J.L.A.
Cinco mil, y empieza
la cuenta. Esos pocos miles de pesos parecen centavos, pero son la diferencia
entre comer algo más o menos decente y aguantar hasta llegar a casa. Pero de
todos modos descuadran. Y para colmo, hoy he traído lo justo. ¡Qué suerte!
Ahora empieza la aventura de conseguir un almuerzo. El universitario promedio
cuenta con ese cuasi ahorro que significa almorzar en Central. Hoy, que no es
el primer día que sucede un acontecimiento como este, empieza la cuenta mental antes
de hacer la cuenta física de las monedas y los billetes de baja calidad.
Comer en casa, cuando
se convive con la familia, sale gratis. O no. Más bien es uno quien no paga.
Pero almorzar en casa no siempre significa almorzar mejor. En todo caso, debo apresurarme,
pues al igual que yo debe haber una horda de hambrientos que van a disminuir
cada minuto la probabilidad de comprar un almuerzo barato. Y estoy hablando de
cinco o seis mil pesos en lugares populares, lo que significa que, a raíz de la
ausencia del servicio de Central, estos sitios alternos subirán el precio,
servirán menos cantidad de carne y de principio, y, en definitiva, tratarán de
aumentar utilidades con la venta de estos miserables almuerzos, solo que
repartidos en más cantidad de platos. ¡Avaros! Pero no importa. Pronto llegará
el medio día, y con él la desesperación. Cuento al menos con siete mil pesos.
En realidad no es nada. Si tengo suerte, podré comprar una de esas cajitas de
arroz con verduras, tres hilos de pollo y un sabor a salsa de tomate
artificial. Ahora creo que se me antoja un almuerzo casero de los que venden en
las afueras del centro comercial. Tendré que pasar con la cabeza agachada al
lado de la infinidad de locales de comida que no están hechos para gente de
cinco pesos. Es vergonzoso, pero llevadero. ¿Podré algún día iniciar mi cuenta
en quince o rematar en treinta mil? La carne es lo más llamativo. Y es casi un
orgullo gastar el doble o el triple por una gaseosa. El almuerzo es por estos
pasillos una manera de ostentar el bolsillo. Yo sin embargo he sabido disimular
para no ver tan a menudo el cuadro repetitivo de estos caminos laberínticos a
los que me arrojo por estos días.
Ahora que pienso mejor, por obligación estomacal, podría comprar uno de esos sándwiches de tres mil. Eso simularía haber almorzado,
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y así el estómago
tendrían pan para digerir. Pero ya no debe haber ninguno. El medio día se pasa
y llega la terrible hora de comer por comer, de comer para olvidar el hambre.
Este es otro día de angustia, de tener que contar cada peso para no ser
imprudente y afectar el presupuesto semanal. ¿Tendré pronto un salario que me
asegure satisfacer mis antojos estomacales? Los quejumbrosos no sabemos
abandonar nuestra condición. Con lo suficiente seguiríamos en el intermedio
entre lo escaso y lo abundante. Pero la línea es muy fina para saber qué es lo
necesario.
En medio del camino
elegido y casi obligado por ser la última opción, marcho con la joroba de
libros hacia las afueras del centro comercial. Soy diferente a ellos. Ellos no
saben de mí, yo sí sé de ellos. Una mujer discute con su marido porque «ayer
comió eso» y porque «quiere darse gusto». Un grupo de jóvenes uniformados
espera el suculento plato que han pedido para celebrar el cumpleaños de una de
sus consentidas. Una niña hace una pataleta: «no le han dado papitas fritas».
Una fila de cabezas se agolpa en medio del pasillo de salida: son los empleados
del centro comercial, poseedores de unos cuantos pesos de más que deben saber
repartir entre lo necesario y lo prescindible.
Ya lo presentía. La lógica de vendedor también la he conocido. Ellos se han dado cuenta. Han sabido vender. Y veo dos, cuatro conocidos: están terminando lo poco que les pudieron vender por los mismos cinco mil pesos. Bueno, al menos tengo agua. Ah, y el banano es barato.
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