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Quinto Concurso de Cuento Corto: Lesbos

 



Scriba

 

Me retuerzo sobre las húmedas sábanas, intentando frenar la violencia de este ataque y pensando en los días de antaño cuando la salud no me traicionaba. La visión de mis antiguos compañeros de colegio emerge alrededor de mi lecho de muerte; huelen a tinta, a panecillos tibios y a loción barata. Entre ellos se destacaba Dolores, la más bella. Menuda como una rosa que se abre paso en medio de las malas hierbas, tenía el cabello repleto de estrellas y sus ojos, a pesar de estar hundidos y enmarcados por ojeras, transmitían la misma sensación que un atardecer. El ataque me está dando vuelta seca, mis manos se estremecen mientras siento como se arquea mi espalda. Caigo con fuerza en el sopor de los recuerdos. La bilis se me alborota. Ojalá yo hubiera nacido hombre. Veo el rostro asqueado de Dolores cuando le confesé lo que sentía por ella. Fue allá, bajo el árbol de mango, en un terreno que hoy en día está lleno de urbanizaciones. Su cara se contrajo en una mueca que expresaba desprecio, vergüenza, temor. Un escupitajo remarcó la escena y sus ojos me dieron el golpe final. Aquel instante laceró mi vida. Aquella mirada no sería sino la primera dentro de una larga sucesión de desaires y señalamientos. Ahora, mientras traigo a colación este recuerdo, observo como aparece la imagen de mi padre, pienso que me va a llevar al más allá, pero eso no tiene sentido porque yo, por ser como soy, no puedo aspirar a reunirme con él en ese cielo excluyente al que no van las homosexuales. Esa imagen solo está en mi pobre mente, es una remembranza que arde y se proyecta con claridad ante mi agonía. Lo recuerdo pulcro, enjuto, con el traje gris con el que lo sepultamos. Me mira con frialdad, frunce el ceño mientras me da una patada en el estómago. Me grita que soy una maldita, una deshonra, una enferma. Vomita innumerables obscenidades que le salen del alma. Yo me doblo de dolor e intento hacerle frente explicándole que me gustan las mujeres, un puño me silencia. El sabor ferroso que percibo en mi boca me hace desfallecer.

 

Mi hija llega al cuarto, me ve poseída por el frenesí que me retuerce sin piedad y manda a llamar a la enfermera. Me aplican una inyección. Pobrecita mi hija, es tan buena mujer que no merece haber tenido una madre que jamás la deseó. La aborrecí desde antes de conocerla e intenté, en un principio, matar esa semilla de podredumbre que crecía en mi vientre. Todo es culpa de mi padre ¡maldito viejo que me dañó la vida! con razón tuviste una muerte tan larga… eso me reconforta. Me obligó a casarme, según él: “probando macho se me quitaban esas desviaciones”. Mi esposo era un cerdo y su apetito sexual me torturó noche tras noche. Yo no pude contener sus embestidas, él me reclamaba como objeto de su propiedad. Me moría de ganas por cortarle ese pedazo de carne o por caparlo con las tijeras. Lo peor de todo era que disfrutaba viéndome sufrir, mi marido sabía de mis verdaderas preferencias y aun así continuaba con sus embestidas, cada vez con más frecuencia, con más vigor, con más morbo… me decía que yo me hacia la frígida, pero que se me notaba como disfrutaba. Fui madre dos veces. Estoy segura de que habríamos tenido más hijos si el cerdo no se hubiera infartado en medio de una de sus faenas con otras mujeres. La libertad de enviudar llegó tarde, no pude salir de la cárcel de mi cuerpo marchito. Caí en un espiral de amarguras que envenenó hasta mis sueños.

 

Siento otra punzada en las costillas, el dolor que me carcome la columna vertebral no me deja ni recordar algo más. Mi hija sale corriendo en busca de ayuda, yo sé que ya no pueden salvarme. Las brasas me liberarán.


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