Scriba
Me
retuerzo sobre las húmedas sábanas, intentando frenar la violencia de este
ataque y pensando en los días de antaño cuando la salud no me traicionaba. La
visión de mis antiguos compañeros de colegio emerge alrededor de mi lecho de muerte;
huelen a tinta, a panecillos tibios y a loción barata. Entre ellos se destacaba
Dolores, la más bella. Menuda como una rosa que se abre paso en medio de las
malas hierbas, tenía el cabello repleto de estrellas y sus ojos, a pesar de
estar hundidos y enmarcados por ojeras, transmitían la misma sensación que un
atardecer. El ataque me está dando vuelta seca, mis manos se estremecen
mientras siento como se arquea mi espalda. Caigo con fuerza en el sopor de los
recuerdos. La bilis se me alborota. Ojalá yo hubiera nacido hombre. Veo el
rostro asqueado de Dolores cuando le confesé lo que sentía por ella. Fue allá,
bajo el árbol de mango, en un terreno que hoy en día está lleno de
urbanizaciones. Su cara se contrajo en una mueca que expresaba desprecio, vergüenza,
temor. Un escupitajo remarcó la escena y sus ojos me dieron el golpe final.
Aquel instante laceró mi vida. Aquella mirada no sería sino la primera dentro
de una larga sucesión de desaires y señalamientos. Ahora, mientras traigo a
colación este recuerdo, observo como aparece la imagen de mi padre, pienso que
me va a llevar al más allá, pero eso no tiene sentido porque yo, por ser como
soy, no puedo aspirar a reunirme con él en ese cielo excluyente al que no van
las homosexuales. Esa imagen solo está en mi pobre mente, es una remembranza
que arde y se proyecta con claridad ante mi agonía. Lo recuerdo pulcro, enjuto,
con el traje gris con el que lo sepultamos. Me mira con frialdad, frunce el
ceño mientras me da una patada en el estómago. Me grita que soy una maldita,
una deshonra, una enferma. Vomita innumerables obscenidades que le salen del
alma. Yo me doblo de dolor e intento hacerle frente explicándole que me gustan
las mujeres, un puño me silencia. El sabor ferroso que percibo en mi boca me
hace desfallecer.
Mi hija llega al cuarto, me ve poseída por el
frenesí que me retuerce sin piedad y manda a llamar a la enfermera. Me aplican
una inyección. Pobrecita mi hija, es tan buena mujer que no merece haber tenido
una madre que jamás la deseó. La aborrecí desde antes de conocerla e intenté,
en un principio, matar esa semilla de podredumbre que crecía en mi vientre.
Todo es culpa de mi padre ¡maldito viejo que me dañó la vida!
con razón tuviste una muerte tan larga… eso me reconforta. Me obligó a casarme,
según él: “probando macho se me quitaban esas desviaciones”. Mi esposo era un
cerdo y su apetito sexual me torturó noche tras noche. Yo no pude contener sus
embestidas, él me reclamaba como objeto de su propiedad. Me moría de ganas por
cortarle ese pedazo de carne o por caparlo con las tijeras. Lo peor de todo era
que disfrutaba viéndome sufrir, mi marido sabía de mis verdaderas preferencias
y aun así continuaba con sus embestidas, cada vez con más frecuencia, con más
vigor, con más morbo… me decía que yo me hacia la frígida, pero que se me
notaba como disfrutaba. Fui madre dos veces. Estoy segura de que habríamos
tenido más hijos si el cerdo no se hubiera infartado en medio de una de sus
faenas con otras mujeres. La libertad de enviudar llegó tarde, no pude salir de
la cárcel de mi cuerpo marchito. Caí en un espiral de amarguras que envenenó
hasta mis sueños.
Siento otra punzada en las costillas, el dolor que me carcome la columna vertebral no me deja ni recordar algo más. Mi hija sale corriendo en busca de ayuda, yo sé que ya no pueden salvarme. Las brasas me liberarán.
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