Un cangrejo que camina por la piel
La tarde en que me despedí de abuela Carmen lo hice con el presagio de que sería la última vez. Quizá por el hedor putrefacto mezclado con alcohol o quizá sea un tema que jamás podré explicar.
Esa mañana, papá me levantó temprano y me ordenó que me alistara. Sentí mal genio, pues toda la semana madrugaba y ahora ni el domingo podía dormir. Le pregunté por qué.
-Vamos a visitar a la abuela – respondió.
Sabía, por su rostro compungido, que ese tema le afligía el corazón. No protesté más. Me fui a bañar y, durante la ducha, traje a mi mente el último recuerdo de abuela Carmen. Era de hace quince días, en una visita suya para una cita médica. La vi tan amarilla y demacrada que, en mi imprudencia pueril, no me importó que ella estuviera ahí para correr hasta donde estaba mi papá, a preguntarle por qué lucía tan fea. Cuando papá me vio llegar, puso su dedo vertical en los labios haciendo “chito” y me exorbitó los ojos. Supe enseguida que debía callarme. Al rato, cuando abuela Carmen ya se había ido, papá se me acercó.
-Está enferma – me susurró, tiene un cangrejo que camina por la piel.
Llegamos a la finca poco antes del desayuno invisible. Hacía tres meses de enfermedad que no se comía nada hecho por las manos de la abuela. Al bajar del carro, papá me entregó una pequeña bolsa de seda púrpura y me pidió que se la llevara. Salí corriendo para su alcoba. Cuando entré, una pestilencia tan densa que se podía deglutir, me abrazó por completo. Tuve que apretar los dientes para no vomitar. La cama estaba vacía y destendida. La busqué en el baño mientras el hedor tomaba un cuerpo alcohólico, pero ella tampoco estaba ahí. Salí al solar de la finca y la encontré de la forma en que menos hubiese querido en mi vida. Estaba sentada de espaldas sobre un taburete de madera, mientras mi tía Ofelia le regaba agua por encima. Fue conmovedor verla en ese estado de extrema delgadez. Los huesos del cuello y las escápulas tan pronunciadas. Por su espalda jorobada descendía a cada lado un rosario de ganglios. Asemejaban un montón de pelotas de goma debajo de su piel. Cuando el agua le bajaba, abuela Carmen pegaba alaridos de dolor y rogaba a Dios, mirando al cielo, que le concediera la muerte.
Mi mirada perpleja se encontró con la de mi tía Ofelia. Sus ojos lloraban.
-Hijito, me dijo con voz trémula, -espéranos afuera mientras termino de bañar a la abuelita. Obedecí de inmediato.
Al rato, mi tía salió diciendo que podíamos seguir. Encontré a la abuela rezagada en su lecho níveo, peinada con dos trenzas y chupando bombombún como una niña. Tenía un vestido blanco y frondoso, muy elegante, como si supiera que esa noche se iba a morir. Me le acerqué con el regalo, aguantando la respiración para no percibir la podredumbre que había sentido. Me ganó el ahogo. Inhalé con fuerza, con la sorpresa de que olía a un delicioso perfume de vainilla. Me olvidé de todo, abrazó hacia su pecho la bolsa de seda púrpura y estuvimos a su lado hasta la hora de los zancudos.
De regreso a casa volví a pensar en la pestilencia. Me preguntaba cómo, de una forma tan abrupta, un hedor como ese se había destilado del cuarto hasta el punto de volverse imperceptible. Con esa duda me fui a dormir.
Esa noche, a las once, el sonido del teléfono dividió el silencio en dos. Me desperté de sobresalto. Agucé mis oídos. Los pasos de papá fueron hasta la sala. Contestó y sollozó como nunca en toda su vida. La abuela había muerto, y yo había conocido el olor del cangrejo que camina por la piel.
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